Marcos Roitman Rosenmann
El regreso de Jean Claude Duvalier al escenario de sus crímenes no es una buena noticia. Menos aún cuando su vida en Francia se caracterizó por el lujo y el despilfarro. Sin ser requerido por autoridad internacional alguna, ni imputado por cometer crímenes de lesa humanidad, su estancia desde 1986 puede entenderse, a la luz de los acontecimientos, como unas vacaciones pagadas. Seguramente Baby Doc ha tenido mejores días. Nacido en 1951, en su memoria debe figurar como un momento inolvidable su nombramiento como presidente del país, en 1971. Su padre, autoproclamado presidente vitalicio en 1964, cambió la constitución, rebajando la edad para que Jean Claude pudiera sucederlo en el poder. Su coronación se hizo en medio de fastos y algarabías. Igualmente su boda con Michelè lo hacía ser envidiado. Una fiesta, que duro días y cuyo costo superó los 3 millones de dólares, marcó el clímax. Los invitados rendían pleitesía y los novios se juraban amor eterno. Sin duda, todo le marchaba a pedir de boca: eran los dueños del país y disponían de su territorio y su gente como quien dispone de sus esclavos y siervos. Incluso el papa Juan Pablo II lo visitó en 1983, en medio de la represión y la muerte, dándole gracias por salvar al país del comunismo internacional.
Cinco años más tarde, Estados Unidos le quitaría su apoyo y patrocinaría un golpe de Estado, encabezado por Henri Namphy, en medio de revueltas y protestas populares. Ni sus grupos de choque, los tristemente celebres Leopardos, primos hermanos de los Tonton Macoutes, fuerza de choque creada por su padre, pudieron evitar el bochorno de ver salir a su protegido al exilio y profanada la tumba de su Papa Doc. En cualquier caso, mientras estuvo en el poder, su fortuna crecía y crecía. Estimada en cientos de millones de dólares, sus orígenes hay que rastrearlos en el gobierno de su padre desde 1957. Cuando Baby Doc salió de Puerto Príncipe, lo hizo acompañado no sólo de su familia, además llevaba consigo 100 millones de dólares en efectivo. Su llegada a Francia fue el inicio de sus desgracias. Los nubarrones hicieron aparición en su vida. Ya nada sería color de rosa. El divorcio en 1992 mermó su fortuna. Cuentas bloqueadas y la necesidad de financiar las excentricidades de su madre Simone, hasta su muerte en 1997, y de su hermana Marie Denise, han hecho que sus arcas se encuentren casi vacías. Aún así, no hablamos de un menesteroso. Aún posee propiedades y unos cuantos millones de dólares. Para muestra, digamos que en 2010 una de las cuentas bloqueada desde 1986 fue liberada. La suma disponible es de 4 millones de dólares. Cantidad nada despreciable.
No cabe duda de que el regreso del tirano tiene que ver con la necesidad de retomar el poder. Su decisión ha sido meditada. En 2004, tras el derrocamiento de Aristide, anunció la intención de presentarse a las elecciones presidenciales de 2006. En esa ocasión utilizó como escudo el Partido de la Unidad Nacional. Aunque la amenaza de hacerlo no llego a concretarse, la noticia unió a los excolaboradores de la dictadura y sentó las bases para negociar su retorno. En 2006 creó la Fundación François Duvalier con un doble fin: quitarle el carácter de tiranía a los años de terror del régimen implantado por su padre, y segundo, convertirla en una plataforma para limpiar su nombre. El asesinato, la extorsión, el robo y la tortura dejarían de ser las señas de identidad de su régimen. No debía hablarse de ello como una parte constituyente del mismo, así se dará un giro copernicano a la interpretación de los hechos acaecidos durante 1957 y 1986. Cobran relevancia la construcción de escuelas, hospitales y las obras de caridad emprendidas por su mujer. Una visión idílica y más acorde con la imagen de un Jean Claude Duvalierestadista. Un hombre de Estado, preocupado por el destino de sus conciudadanos. Sus asesores le aconsejaron un cambio y así lo hizo. En 2007 hizo público un mea culpa. Pidió perdón, dando a entender que se había regenerado. Dijo estar en bancarrota y solicitó la absolución a sus pecados. Era como empezar de cero. De esta guisa, ni Papa Doc ni Baby Doc, quienes se mantuvieron en el poder desde 1957 hasta 1986, serían los únicos responsables de las condiciones en las cuales vivió la población durante esos 30 años. Las enfermedades propias de la desnutrición, los déficit sanitarios, la falta de medicamentos, el analfabetismo y los altos índices de mortandad infantil habría que achacarlos a la mala suerte.
En medio de esta vorágine política, el terremoto supondría un punto de inflexión en el proceso político haitiano, ya de por sí controvertido, cuyos intentos democráticos habían sido birlados utilizando los clásicos mecanismos del fraude electoral. Igualmente, la permanencia de las fuerzas militares de la ONU, llamadas eufemísticamente fuerzas de paz, no han garantizado nunca el desarrollo de un proceso político transparente; por el contrario, han profundizado la idea de ser un país con soberanía limitada, donde no hay espacio para alternativas de progreso. Tras el terremoto, los problemas se multiplican. Ya no se trata de pedir cuentas a la comunidad internacional por su indolencia y no cumplir los acuerdos en el envío de ayuda para la reconstrucción. Pasado un año, la situación empeora y las demandas de democracia y justicia social se ven ahogadas en unas elecciones presidenciales donde el fraude electoral se ha generalizado.
En este contexto, el regreso de Baby Doc supone un verdadero golpe para asentar una democracia en Haití. Su puesta en libertad por las autoridades haitianas, este 19 de enero, señalando que no será juzgado por crímenes de lesa humanidad, es un insulto a la razón, una falta de respeto a los haitianos. Pensar que un tirano, cuyo régimen ha sido considerado uno de los más crueles de la historia contemporánea, puede regresar, ser candidato a presidente y volver a gobernar, supone asestar otro duro golpe a quienes defienden y creen en la democracia representativa. Ellos tienen la palabra; estamos pendientes. Pero sus intelectuales y publicistas prefieren encogerse de hombros, guardar silencio y aplaudir su retorno en condición de cómplices. Corren malos tiempos para la dignidad, la justicia social y la democracia. La Jornada
El regreso de Jean Claude Duvalier al escenario de sus crímenes no es una buena noticia. Menos aún cuando su vida en Francia se caracterizó por el lujo y el despilfarro. Sin ser requerido por autoridad internacional alguna, ni imputado por cometer crímenes de lesa humanidad, su estancia desde 1986 puede entenderse, a la luz de los acontecimientos, como unas vacaciones pagadas. Seguramente Baby Doc ha tenido mejores días. Nacido en 1951, en su memoria debe figurar como un momento inolvidable su nombramiento como presidente del país, en 1971. Su padre, autoproclamado presidente vitalicio en 1964, cambió la constitución, rebajando la edad para que Jean Claude pudiera sucederlo en el poder. Su coronación se hizo en medio de fastos y algarabías. Igualmente su boda con Michelè lo hacía ser envidiado. Una fiesta, que duro días y cuyo costo superó los 3 millones de dólares, marcó el clímax. Los invitados rendían pleitesía y los novios se juraban amor eterno. Sin duda, todo le marchaba a pedir de boca: eran los dueños del país y disponían de su territorio y su gente como quien dispone de sus esclavos y siervos. Incluso el papa Juan Pablo II lo visitó en 1983, en medio de la represión y la muerte, dándole gracias por salvar al país del comunismo internacional.
Cinco años más tarde, Estados Unidos le quitaría su apoyo y patrocinaría un golpe de Estado, encabezado por Henri Namphy, en medio de revueltas y protestas populares. Ni sus grupos de choque, los tristemente celebres Leopardos, primos hermanos de los Tonton Macoutes, fuerza de choque creada por su padre, pudieron evitar el bochorno de ver salir a su protegido al exilio y profanada la tumba de su Papa Doc. En cualquier caso, mientras estuvo en el poder, su fortuna crecía y crecía. Estimada en cientos de millones de dólares, sus orígenes hay que rastrearlos en el gobierno de su padre desde 1957. Cuando Baby Doc salió de Puerto Príncipe, lo hizo acompañado no sólo de su familia, además llevaba consigo 100 millones de dólares en efectivo. Su llegada a Francia fue el inicio de sus desgracias. Los nubarrones hicieron aparición en su vida. Ya nada sería color de rosa. El divorcio en 1992 mermó su fortuna. Cuentas bloqueadas y la necesidad de financiar las excentricidades de su madre Simone, hasta su muerte en 1997, y de su hermana Marie Denise, han hecho que sus arcas se encuentren casi vacías. Aún así, no hablamos de un menesteroso. Aún posee propiedades y unos cuantos millones de dólares. Para muestra, digamos que en 2010 una de las cuentas bloqueada desde 1986 fue liberada. La suma disponible es de 4 millones de dólares. Cantidad nada despreciable.
No cabe duda de que el regreso del tirano tiene que ver con la necesidad de retomar el poder. Su decisión ha sido meditada. En 2004, tras el derrocamiento de Aristide, anunció la intención de presentarse a las elecciones presidenciales de 2006. En esa ocasión utilizó como escudo el Partido de la Unidad Nacional. Aunque la amenaza de hacerlo no llego a concretarse, la noticia unió a los excolaboradores de la dictadura y sentó las bases para negociar su retorno. En 2006 creó la Fundación François Duvalier con un doble fin: quitarle el carácter de tiranía a los años de terror del régimen implantado por su padre, y segundo, convertirla en una plataforma para limpiar su nombre. El asesinato, la extorsión, el robo y la tortura dejarían de ser las señas de identidad de su régimen. No debía hablarse de ello como una parte constituyente del mismo, así se dará un giro copernicano a la interpretación de los hechos acaecidos durante 1957 y 1986. Cobran relevancia la construcción de escuelas, hospitales y las obras de caridad emprendidas por su mujer. Una visión idílica y más acorde con la imagen de un Jean Claude Duvalierestadista. Un hombre de Estado, preocupado por el destino de sus conciudadanos. Sus asesores le aconsejaron un cambio y así lo hizo. En 2007 hizo público un mea culpa. Pidió perdón, dando a entender que se había regenerado. Dijo estar en bancarrota y solicitó la absolución a sus pecados. Era como empezar de cero. De esta guisa, ni Papa Doc ni Baby Doc, quienes se mantuvieron en el poder desde 1957 hasta 1986, serían los únicos responsables de las condiciones en las cuales vivió la población durante esos 30 años. Las enfermedades propias de la desnutrición, los déficit sanitarios, la falta de medicamentos, el analfabetismo y los altos índices de mortandad infantil habría que achacarlos a la mala suerte.
En medio de esta vorágine política, el terremoto supondría un punto de inflexión en el proceso político haitiano, ya de por sí controvertido, cuyos intentos democráticos habían sido birlados utilizando los clásicos mecanismos del fraude electoral. Igualmente, la permanencia de las fuerzas militares de la ONU, llamadas eufemísticamente fuerzas de paz, no han garantizado nunca el desarrollo de un proceso político transparente; por el contrario, han profundizado la idea de ser un país con soberanía limitada, donde no hay espacio para alternativas de progreso. Tras el terremoto, los problemas se multiplican. Ya no se trata de pedir cuentas a la comunidad internacional por su indolencia y no cumplir los acuerdos en el envío de ayuda para la reconstrucción. Pasado un año, la situación empeora y las demandas de democracia y justicia social se ven ahogadas en unas elecciones presidenciales donde el fraude electoral se ha generalizado.
En este contexto, el regreso de Baby Doc supone un verdadero golpe para asentar una democracia en Haití. Su puesta en libertad por las autoridades haitianas, este 19 de enero, señalando que no será juzgado por crímenes de lesa humanidad, es un insulto a la razón, una falta de respeto a los haitianos. Pensar que un tirano, cuyo régimen ha sido considerado uno de los más crueles de la historia contemporánea, puede regresar, ser candidato a presidente y volver a gobernar, supone asestar otro duro golpe a quienes defienden y creen en la democracia representativa. Ellos tienen la palabra; estamos pendientes. Pero sus intelectuales y publicistas prefieren encogerse de hombros, guardar silencio y aplaudir su retorno en condición de cómplices. Corren malos tiempos para la dignidad, la justicia social y la democracia. La Jornada
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