En 1944, IBM desarrolló el Mark I, el primer aparato capaz de ejecutar operaciones complejas. Medía más de 15 metros de largo y 2,5 de alto, pesaba alrededor de cinco toneladas y tardaba unos seis segundos para llevar a cabo una multiplicación. Hasta entonces, la empresa fabricaba, operaba y vendía o alquilaba tabuladores con tarjetas perforadas. Esta máquina -conocida como Hollerit, por el apellido de su inventor- fue la precursora de las computadoras.
El hombre que convirtió a la IBM en marca global se llamaba Thomas J. Watson y nació en Campbell (Nueva York) el 17 de febrero de 1874. Comenzó como vendedor ambulante de máquinas de coser y pianos: recorría polvorientos caminos en un carro tirado por caballos para entusiasmar a granjeros y señoras pueblerinas con productos de dudosa procedencia. En pocas décadas, Watson pasó de la estrecha geografía del campo norteamericano al mundo entero. Murió multimillonario en 1956, a los 82 años. Un mes antes, pasó el control de la empresa a su hijo mayor, llamado igual que él. Su otro hijo, Arthur K. Watson, fue presidente de IBM World Trade Corp, que manejaba las operaciones internacionales de la compañía.
“Ninguna compañía del siglo XX logró mayor éxito ni engendró mayor admiración, respeto, envidia, temor y odio que IBM”. Así comienza el libro de Emerson W. Pugh, Building IBM: Shaping an Industry and Its Technology (”Construyendo IBM: Formando una industria y su tecnología”, The MIT Press, Cambridge, 1995). Sin embargo, Pugh no entra en demasiados detalles sobre la década del 30, cuando Watson viajó a Alemania y ofreció los servicios de IBM al precoz nazismo.
En cambio, el escritor Edwin Black, autor de IBM y el holocausto (editorial Atlántida, Buenos Aires, 2001), dedica 500 páginas a describir la complicidad de Watson y su compañía con Adolf Hitler. IBM organizó en Alemania el censo de 1933, el primero que recolectó una completa serie de datos sobre los judíos. La firma siempre se presentó a sí misma como “una empresa de soluciones”. Lo que nunca dijo fue que en sus inicios también brindó sus servicios a la llamada “solución final”. Es decir, al exterminio sistemático de judíos en campos de concentración.
El escritor afirma que el primer presidente de IBM dejó muy conformes a sus clientes alemanes. Resultó tan eficiente que en 1937 fue agasajado en Berlín por el mariscal Hermann Goering y condecorado por el propio führer. Watson recibió la Cruz al Mérito del Águila germana, la segunda condecoración en importancia del Tercer Reich y la más alta distinción que se podía dar a un extranjero. El país que había sido derrotado en la Primera Guerra Mundial y se preparaba para la revancha, se convirtió en el mercado más lucrativo de la compañía después de Estados Unidos.
Entusiasmado con las ganancias, Watson recurrió a las más sofisticadas maniobras de ocultamiento, intermediación y juegos dobles. Visitó Alemania regularmente entre 1933 y 1939. Cuando ese último año comenzó la Segunda Guerra Mundial con la invasión de Polonia, el ávido hombre de negocios utilizó intermediarios en Suiza para que las más modernas máquinas de tabulación de tarjetas llegaran al Tercer Reich. En 1941, incluso, organizó el traslado de algunas de sus aparatos a Rumania.
La filial alemana de IBM, llamada Deutsche Hollerith Maschinen Gesellschaft (Dehomag), diseñó complejos procedimientos para cruzar nombres, direcciones, genealogías y cuentas bancarias de ciudadanos. Con la ayuda de las tarjetas perforadas Hollerith, adaptadas a sus necesidades, los nazis automatizaron la persecución contra judíos, gitanos, izquierdistas, clérigos e “inadaptados”. Después de identificarlos se podía lograr eficazmente la confiscación de sus bienes, su deportación, la reclusión en ghettos o campos de concentración, su explotación laboral y su aniquilación. IBM y el holocausto asegura que la empresa de Watson organizó desde la identificación de judíos a través de registros y rastreo de antepasados hasta el manejo de los ferrocarriles y la organización del trabajo esclavo en fábricas.
Ese mismo sistema, explica Edwin Black, servía para clasificar a las víctimas en los campos de concentración. Cada persona que ingresaba a los centros de reclusión recibía un número de identificación Hollerith.
Las tarjetas diseñadas por Dehomag eran rectangulares, medían 13 centímetros de largo por ocho de alto y estaban divididas en columnas numeradas con perforaciones en varias hileras. Cada prisionero de los campos nazis tenía una ficha. Se identificaban 16 categorías de reclusos, según las posiciones de los agujeros. La clave de los homosexuales era el número tres, a los judíos les correspondía el número ocho, a los “antisociales” el nueve y a los gitanos el 12. Según sostiene Black, las tarjetas perforadas -cuyo propósito inicial fue sistematizar la recolección de información para los censos de población- eran “un código de barras del siglo XIX para seres humanos”.
“Cuando Alemania quiso una lista de los judíos, IBM le mostró cómo hacerla,” afirma el escritor. “Cuando el Reich quiso usar esa información para empezar programas de expulsión social y expropiación, IBM proveyó los medios. Cuando los trenes tenían que llegar a tiempo a los campos de concentración, IBM le ofreció soluciones. En última instancia, no hubo nada que IBM no estuviera dispuesta a hacer por un Reich dispuesto a pagar bien”. Black llega a la siguiente conclusión:
“Sin IBM el Holocausto hubiera sido, como fue en muchos episodios, un asunto de simples fusilamientos, de marchas de la muerte y masacres organizadas con lápiz y papel. La automatización y la tecnología fueron cruciales en los fantásticos números que Hitler logró asesinar”.
(Tomado del blog El Escriba)
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