x desinformemonos.org Tres horas bastaron para barrer con el campamento de los profesores, que por cerca de un mes exigieron echar abajo la reforma educativa. Hay al menos 100 detenidos
Aunque el plantón quedó reducido a escombros, los maestros se reagrupan para decidir los pasos siguientes.
México, DF. Humean en el Zócalo capitalino montones de ropa abandonada, zapatos sin su par, ollas con el arroz derramado, medicinas, credenciales de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación, sillas y anafres aún encendidos.
Pasaron dos horas y media desde el plazo que fijó el gobierno federal como ultimátum para que los profesores disidentes desalojaran el lugar –las 2 de la tarde del 13 de septiembre- y las cuadrillas de limpieza del gobierno local ya entran por la avenida 20 de Noviembre. Los policías federales se toman fotografías unos a otros frente al panorama de carpas destruidas y sonríen. La imagen de lo que consideran su victoria. Un pelotón grita su lema: “Servir y proteger al pueblo”, como en una película gringa. Mientras, las persecuciones y enfrentamientos se suceden en las calles del primer cuadro del centro histórico y en el Palacio de Bellas Artes.
Antes del plazo fijado para el desalojo, algunos profesores se retiran. Otros permanecen en el plantón y comienzan a salir cuando los policías federales lanzan gases lacrimógenos. En las calles de alrededor del Zócalo -5 de mayo, Isabel La Católica, 16 de Septiembre- contingentes policiacos se distribuyeron cuadra por cuadra, avanzando y replegando a los últimos grupos de manifestantes, jóvenes la inmensa mayoría, que lanzan algunas piedras, palos y tuercas con resortera a los uniformados. Mientras, grupos de curiosos se asoman por las puertas y ventanas, grabando con sus teléfonos y tomando fotografías; algunos lanzan chistes y se fotografian frente al contingente policiaco.
“Relájense, vamos a cubrirle la espaldas a los compañeros”, grita el jefe de uno de los cuerpos policiacos, mientras su contingente avanza golpeado sus escudos rítmicamente, cargando palos, tubos metálicos, macanas y extinguidores. Algunas veces con groserías y otras con el argumento de “es por su propia seguridad”, tratan de correr a los que observan los movimientos; hombres, mujeres, jóvenes, que buscan inútilmente salidas. Un policía, en la parte de atrás de un contingente, graba con su tableta iPad el avance que empuja a los grupos de manifestantes hacia el Eje Central.
Hacia el Zócalo se ve humo. Huele a gasolina, y los restos de las vallas y barricadas que montó el magisterio horas antes arden todavía, junto con algunos enseres de las carpas de los profesores. Un huarache verde con una flor de tela se consume junto a un frasco de medicamentos genéricos. Los botes que los profesores usan para pedir cooperación están rotos y vacíos. Algunos policías federales hurgan entre los papeles que quedaron tirados, particularmente entre los que tienen logos de la Coordinadora.
Grupos de pepenadores aparecen en el Zócalo; empiezan a recoger y clasificar los cartones y plásticos en sus carritos. Un policía aparece y da órdenes a un civil: “Esos de los carros se tienen que salir”. Agrupamientos de hombres y mujeres se forman al grito de “Pelotón uno”, y comienzan el retiro de los escombros: vallas, sillas, papeles, carpas. Un policía federal levanta una valla y se para sobre un montón de escombros para posar para los fotógrafos. Otro unformado, con mucha menos estatura que sus compañeros, levanta los garrafones de agua y, con el mismo líquido, apaga las pequeñas fogatas que todavía humean por aquí y por allá. “No se separen, comando”, grita otro,
Los carros del departamento de limpia del Distrito Federal aparecen por 20 de Noviembre. Deben limpiar el trabajo sucio, literal. Mientras nuevas filas de policías salen por la calle Moneda y se forman frente a la Catedral. “Para la madrugada esto ya va a estar limpio”, asegura un comandante al que sus subordinados festinan y le piden que les tome una fotografía. Dos jóvenes mujeres solitarias aparecen para gritarle de frente a la policía que “son una vergüenza”, y un hombre de mediana edad se para, retador, frente a las filas de uniformados con dos carteles contra la reforma educativa. Los efectivos federales sonríen.
“La instrucción fue trabajar hasta que terminemos de limpiar. Trabajaremos horas extras”, informa un joven mientras jala los plásticos que, apenas tres horas antes, formaron el mar de viviendas improvisadas en las que más de 35 mil profesores, la mayoría de Oaxaca, llegaron desde el 19 de agosto a protestar contra la reforma educativa. “Tenemos instrucciones de no dar declaraciones”, sentencia una mujer, que momentos después caerá sobre un montón de escombros humeantes. Un señor completamente canoso, con sonajas de conchas en los pies, toca un silbato a ritmo de las danzas mexicatiahuin.
Trabajadores de la Comisión Federal de Electricidad, sin el uniforme pero con un gafete casi escondido debajo de la camisa, se ocupan de desmontar los “diablitos” que los profesores se procuraron para tener energía eléctrica. Portan solamente guantes de carnaza para hacer su tarea, “pero es seguro porque está seco, el problema es si empieza a llover”, declara uno de ellos, mientras comienza a chispear y los helicópteros policiacos pasan una y otra vez por el cielo gris.
La bandera ondea a media asta en la Catedral, por los Niños Héroes, pero en el centro del Zócalo ni siquiera está la bandera. Una decena de militares, en el techo del Palacio Nacional, siguen los movimientos que tratan de borrar los restos del campamento. Un policía pasa, apresurado, cargando un bolso grande de mujer. Grúas y camiones de mudanzas acarrean una camioneta con planta de luz y las estructuras metálicas de las carpas –muchas de las cuales están quemadas. Un cartel que cuelga de un poste reza: “Recibimos apoyo y víveres. Los insultos son para Peña”.
Las cuadrillas de limpieza apresuran su trabajo. Suenan los mazos, que golpean los gruesos calvos que sostuvieron las lonas. Algunos policías de seguridad privada deambulan por el lugar. Camino al Eje Central, se repite la escena: las típicas tlayudas oaxaqueñas a medio comer, un bolso femenino, un zapato, una calceta, montones de cobijas, medio pollo rostizado, piedras y plásticos están regados por las calles.
Otra vez aparecen por diversos puntos grupos de curiosos. Un hombre, disfrazado de Miguel Hidalgo, posa frente a los policías que resguardan la entrada a la plancha principal de la ciudad. Los flashes y las bromas se suceden. “Por la calle 20 de Noviembre se puede salir”, afirma un hombre.
En Cinco de Mayo y Palma sigue en pie una barricada solitaria. El taquero de “La torta loca” limpia su trompo para instalar los tacos al pastor. Los dependientes comienzan a abrir los negocios, adornados ya con piezas verde, blanco y rojo, mientras en Eje Central, los granaderos de la capital persiguen a los manifestantes hacia la Alameda. “Para el Monumento a la Revolución”, se pasan la voz algunos de los últimos manifestantes.
Se prenden los foquitos tricolores. La ciudad es verde, blanco y rojo. La fiesta patria está por empezar, mientras los maestros se reúnen en el Monumento a la Revolución, donde deciden los pasos siguientes.
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