lunes, 20 de enero de 2014

Félix Serdán Nájera, una vida guerrillera entre armas, lucha por la tierra y una máquina de escribir

“Vimos la necesidad de elaborar y dar a conocer nuestra posición, por qué motivo habíamos tomado las armas, para que no se nos calumniara de ser asaltantes “come-vacas”. Nos sentamos Rubén, un grupo de compañeros y yo para dar ideas. Era un plan revolucionario y le dimos el nombre de Plan de Cerro Prieto. Las demandas eran las mismas que ahora enarbola el EZLN”.

RICARDO MONTEJANO
Félix Cap 16 4

México. Como un homenaje a la vida del combatiente, campesino y profesor, y en ocasión de su cumpleaños 97, presentamos el capítulo IV del libro “Félix Serdán Nájera. Memorias de un guerrillero jaramillista”, de Desinformémonos Ediciones. En él, se hace un recuento de su incorporación al levantamiento jaramillista de 1943, sus primeros combates y la elaboración del Plan de Cerro Prieto.

CAPÍTULO IV
SEGUNDO ALZAMIENTO ARMADO
La amnistía que duró poco. Mi incorporación al grupo guerrillero
Poco después, a Rubén le otorgaron amnistía. Se fue a vivir a Galeana. Mi hermano tenía una casa en donde, posteriormente, se fue a vivir. A esa casa fue a vivir Rubén con una pequeña escolta. Pasaron días con una relativa seguridad. A los quince días le mandaron decir:
                – Ten cuidado, porque la judicial se prepara para irte a aprehender.
Yo les había dicho a mis padres que, si Rubén se levantaba nuevamente en armas, yo quería acompañarlo. No opusieron resistencia, al contrario, dijeron que estaba muy bien. Y el 10 de julio de ese año, 1943, Rubén tuvo que salirse nuevamente al monte. Fue cuando me incorporé al grupo guerrillero.
Nuevo levantamiento en armas (julio de 1943)
Posteriormente, nos acercamos a Huautla. Un grupo de compañeros propuso una acción. Según decían ellos: “No va a haber violencia”. Querían desarmar al destacamento de la mina de Tlachichilpa. Creo que hubo algo que no cumplieron, algún detalle. Y fue importante, porque no fueron al lugar que se había dicho, sino que se quedaron en Huautla. Tres estaban sentados por allí en la glorieta, otros andaban comprando pan o, más bien, alguien se fue a echar su trago. Se descuidaron; llegaron los soldados en posición de disparar. Todavía les dieron la espalda a los compañeros que estaban en la glorieta. Regresaron y los enfrentaron:
                – ¿Quiénes son ustedes? ¿Son rebeldes?
Alguien dijo que sí. Entonces, se desarmó a dos. Un tercero todavía sacó el arma para disparar. No sé si dispararía, pero la verdad es que a los tres los mató el comandante del grupo, junto con ellos a un panadero. A otro compañero lo hirieron de una pierna y del tórax. Afortunadamente, no fue grave la herida. Levantamos el campo. Los soldados huyeron, pero el asesino de los tres compañeros y del panadero, cayó. Fue ajusticiado por un compañero. Así recuperamos las armas, más el arma que llevaba. Nos organizamos para seguir nuestro camino.
Huyendo con 4 muertos atravesados en caballos
En el camino, alguien fue a avisarnos que, en una casa, estaba oculto un soldado. No tenía caso regresarnos por un soldado. ¿Qué podíamos hacer con él? Realmente la lucha no era en contra de los soldados, que son parte del pueblo. Muchos de ellos lo hacen por necesidad. Desgraciadamente, reciben una mala disciplina, los hacen patrioteros para reprimir al pueblo, para asesinar. Pero, en el fondo, ellos son gente pobre. Total, seguimos el camino. A mí me tocó ir por delante, llevando a los cuatro compañeros. ¡Ah!, uno cayó en combate. Llevé cuatro muertos atravesados en caballos; Rubén venía atrás con el herido. Nos encaminamos al estado de Puebla. Cruzamos una barranca, llamada “de las Sidras”. Por ahí había una cueva que le llamaban La Cueva de Martínez. Seguimos caminando. Nos encontramos a unos campeadores, quienes nos informaron que un día antes andaban por ese rumbo unas “defensas” del estado de Guerrero. Esto nos hizo considerar: “¿Qué hacemos? Si nos llegáramos a encontrar con el ejército o con “defensas”, ¿cómo le hacemos para defendernos? ¿Cómo le hacemos para no dejar los muertos?”. Se consultó. Iban allí mandos. Yo no tenía ningún grado; entonces, consultamos con los mandos. Alguien informó que, por ahí cerca, había un tiro de mina. El acuerdo fue dejar a los muertos en ese tiro de mina. Esto fue el 15 de octubre de 1943. Pero, apenas habíamos depositado los muertos en el tiro de mina, empezó a nublarse y empezó a soplar un aire frío. En la tarde empezó una lluvia tenaz, muy fría y… pues para mí que fue el día más doloroso de mi participación en la guerrilla. Quizás se unió el hecho de haber perdido a cuatro valiosos compañeros, más el agua fría. Para esto, un compañero se enfermó. Era uno de los más altos mandos. Las cobijas y las mangas que llevábamos las dedicamos a protegerlo.
Los jaramillistas se alzaron en armas ante la imposibilidad de proseguir en la lucha por los medios legales y pacíficos. Como habían logrado un apoyo muy grande de la población obrera y campesina en el estado de Morelos, las autoridades optaron por la represión. Amenazas, sobornos, asesinatos. En el monte lanzaron el Plan de Cerro Prieto, en un descanso de la persecución de los soldados. Se habían desplazado hasta la región del estado de Puebla que colinda con los estados de Morelos y Guerrero. El prestigio de Jaramillo y su grupo se había extendido hasta esas regiones, y su sobrevivencia se debió en gran medida al apoyo que daban las comunidades a los alzados. Son, precisamente, las mismas comunidades en las que se firmó el Plan de Ayala y donde se conformó el Ejército Libertador del Sur.
Félix Serdán es demasiado modesto. Su participación en las filas del grupo guerrillero fue determinante, ya que su prudencia (que no le quita para nada la audacia y arrojo que lo caracterizaron en los momentos más difíciles) y su meticulosidad impidieron que se cometieran varios errores importantes, como veremos a lo largo del relato. Fue el escribano; de esa manera Félix portaba dos armas: la de fuego, por un lado, y la máquina de escribir (que pesaba más) por el otro. Félix regresaría a esas comunidades del sur del estado de Puebla, pasados los años, a impulsar la organización regional en forma por demás exitosa (Ver Capítulo XVI).
Félix Serdán y los firmantes de la Declaración de Morelos en apoyo al Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) nos hacen notar la semejanza y afinidad de tres documentos: el Plan de Ayala, de los zapatistas; el Plan de Cerro Prieto, de los jaramillistas, y la Primera Declaración de La Selva Lacandona, del EZLN. No nos lo dijo, pero con seguridad fue quien tecleó el original del Plan de Cerro Prieto.
El Plan de Cerro Prieto, que publicamos como Apéndice B, es la versión actualizada que volvieron a lanzar los jaramillistas en 1957, de nueva cuenta alzados en armas. La versión original de 1943, redactada a la sombra de unos arbustos en los montes del sur de Puebla, en un descanso de la persecución del ejército, no la hemos podido conseguir; estaba redactada en dos cuartillas de texto. Debe estar en los archivos de la Secretaría de la Defensa, ya que el original se lo incautaron a Félix cuando cayó prisionero. En esencia es el mismo plan, por eso ni siquiera cambió de nombre. R.M.


El Plan de Cerro Prieto se elabora a la sombra de unos arbustos
Al día siguiente llegó Rubén. Se había quedado por allí en la Cueva de Martínez. Llegó y mandó avisar a la gente de El Salado. En poco tiempo vino gente de El Salado trayéndonos alimentos y agua. Es una comunidad que está cerca de Huachinantla, pero está más al lado de los montes. Después de comer seguimos nuestro camino. Llegamos por allí a la región de Mitepec. Jolalpan, que es municipio. Esto fue por el mes de octubre de 1943. Entonces, vimos la necesidad de elaborar y dar a conocer nuestra posición, ¿por qué motivo habíamos tomado las armas?, para que no se nos calumniara de ser asaltantes “come-vacas”. Aprovechando la sombra de los arbustos –que no hay árboles muy grandes– nos sentábamos Rubén, un grupo de compañeros y yo para dar ideas. ¿Cómo debía ser ese plan? Era un plan revolucionario. A ese plan le dimos el nombre de Plan de Cerro Prieto. Las demandas eran las mismas que ahora enarbola el EZLN.
La relación de los alzados con las comunidades
Seguimos por aquella región. Siempre procurábamos –si era posible– llamar a personas de los pueblos para platicar con ellas, para darles una visión política del problema que enfrentábamos. En las comunidades, en los pueblos, podían haber algunas gentes que no nos aceptaran, pero no eran propiamente enemigos. Siempre había cierto respeto de la gente, aunque no comulgara bien con nosotros. Así logramos que en las comunidades hubiera comprensión, hubiera apoyo económico, apoyo político y, desde luego, la alimentación tanto para nosotros como para los caballos.
Una misión peligrosa
En una ocasión nos pasamos para acá, para el Estado de Morelos. Rubén había dejado su caballo al cuidado de un compañero en Tetelpa, en casa de Rodrigo Anonales. Rodrigo Anonales, creo que se intimidó mucho, descuidó mucho el caballo. Pero como dije antes: Rubén quería venir a recoger su caballo. Le dijimos que no. Que era sumamente peligroso que él viniera. Yo le dije:
                –Mira, si me permites, yo voy por él.
Entonces, le dijo a un compañero:
                –¡Vete con él!
El compañero:
                Aray, jefe. ¡A mí me florea el campo!
Tenía miedo. Le digo:
                – Mira, Rubén, voy más seguro solo que acompañado. Yo voy solo.
Me vine. Pasé por Jojutla; antes pasé a cortar unas camaguas, unos elotes, y los traía en mi morral. Solamente que me conocieran dirían quién era o de dónde venía. Pero, así, la gente pensaría: “Es un campesino”. Pasé por la orilla de Jojutla. Llegué a los campos de Galeana y mandé llamar a un amigo. Le dije que necesitaba sus armas. Quedamos de vernos a las diez de la noche por allí fuera, en el campo.
Me fui a Tetelpa. Llegué con Rodrigo y le dije que iba por el caballo. Fue a traerlo. El caballo estaba casi muerto. Flaco, flaco, flaco. Lo ensilló. Le pedí un arma que tenía, me la dio. Regresé a Galeana. En Galeana, el compañero Timoteo Neria me proporcionó una escopeta, una pistola de él y consiguió otra arma. Así que, de Tetelpa saqué el rifle de Rodrigo Anonales, de Galeana, tres armas.
Como se rumoraba que iba a entrar Rubén en esos días, un primo mío, llamado Tito Maldonado, era el jefe de “las defensas”. Dijo que si entraba iba a haber enfrentamiento. Lo que hice, en lugar de pasar por los pasos de los ríos, fue dar vuelta por Tenayuca, por allá atrás de Higuerón. De Galeana salí como a las diez y media, dando vuelta. A las cinco de la mañana estaba pasando por Higuerón. A las siete de la mañana iba subiendo las lomas de Zacualpan. Ya era muy de mañana, o muy de día. Habían por ahí unos cultivos de maíz que estaba zacateado, ya para cosecharse. Dejé el caballo en un potrero, escondí las armas y bajé al río del Astillero. Ahí había una familia en la cual yo confiaba; fui a dormir un rato y me dieron los alimentos. Ya tarde, regresé a traer el caballo. No estaba lejos de donde yo quería llegar. Me vine ya con el caballo ensillado, las armas, y como a las cuatro y media me encontré con el grupo guerrillero. ¡Uh, pues fue un gran recibimiento porque llevaba yo cuatro armas, aparte la mía!
Rubén vio su caballo, noté que se puso triste. En ese tiempo, las cosechas todavía no se levantaban; entonces, si cabe decir, abusamos. Es decir, cortábamos mazorca de los compañeros para darle de comer al caballo. Como en quince días el caballo se rejuveneció.
En lo que podíamos, ayudábamos a las comunidades
Cuando, después de venir por el caballo de Rubén me incorporé al grupo, seguimos rumbo al estado de Puebla. Esto ya era cercano a noviembre, diciembre de 1943. Por allí anduvimos, platicamos con la gente de las comunidades, y la gente nos tenía mucha estimación. Si tenían problemas nos consultaban. En lo que podíamos, los ayudábamos. En varias partes del sur de Puebla había comunidades y ejidos que tenían problemas; nos los planteaban, pero no era posible apoyarlos como hubiera sido necesario. Quedaron pendientes muchos de esos problemas, sobre todo en la región de Jolalpan.
Andando por ese rumbo nos fuimos a acampamentar a un lugar que se llama Atlameya, de la comunidad de Mitepec. Es un lugar precioso, allí hay un manantial que surte a la comunidad de Mitepec. Esto ya fue en diciembre; el diez de diciembre llegamos por allí.
Recomendaciones a los pueblos ante la presencia del ejército
A esas alturas, teníamos información de que en Jolalpan había un fuerte contingente de soldados. Algunos pensamos que a lo mejor por la fiesta del doce de diciembre, pero Rubén tenía más experiencia sobre eso y recibía la información más fresca, más oportuna. El diez, estábamos durmiendo cuando la caballada se espantó, y algunos de los caballos se nos escaparon. Había compañeros que eran de la región, conocían los campos. Había una luna preciosa. Algunos siguieron a los caballos, los agarraron y los trajeron. Esto fue el diez para amanecer once. Temprano, se ordenó que se ensillara porque íbamos a dar salida. Salimos hacia Mitepec. Pasamos por la población, la gente nos dotó de alimentos y Rubén platicó con la autoridad municipal para decirle qué es lo que debía informar, porque, cuando un grupo armado pasa por un pueblo, la autoridad municipal tiene que dar parte a la superioridad, y si llega algún grupo de soldados tiene que informarles lo que ocurrió. Pero, como nosotros teníamos buena relación con las autoridades en general, pues les decíamos más o menos lo que tenían que decir: que si el jefe del grupo de la fuerza armada del gobierno preguntaba quiénes eran, cuántos eran, qué tipo de armamento llevaban, pues claro que tenían que responder. Les sugeríamos que dijeran que era mucha gente y que llevaban muy buenas armas, para intimidarlos. Así ocurrió.
Rodeados por la tropa. Diciembre de 1943
Seguimos camino hacia Cuajinicuila. Allí, otra vez buscamos a la autoridad municipal para alertarle; además, andábamos escasos de caballos, sobre todo de buenos caballos. Entonces, un compañero vio, allá a lo lejos, por el rumbo de Huachinantla, que venía un grupo de gente a caballo. Dijo:
                –¡Jefe, hoy me hago de buen caballo!
Pensaba que eran de los que iban a buscar toros. Se desprendió, pero luego vimos que cambió de rumbo. Creo que el grupo armado –era del gobierno– no pensó que fuera un rebelde. Se les escapó. Cuando vimos eso con los gemelos comprobamos que eran soldados. Rubén le dijo a un grupo:
                –Miren, adelántense con rumbo a La Carbonera.
Salió ese grupo y todavía estuvimos platicando un poco con la autoridad. Al rato, nos dice Rubén a mí y a otro grupo:
                –¡Adelántense!
Nos adelantamos. Él todavía se quedó, con muy poca gente.
Empieza la persecución
Cuando salimos de la población y cruzamos una barranca, vimos que venía Rubén, pero lo venían siguiendo los soldados. Tal parece que lo querían agarrar vivo. Les dije a los compañeros:
–Acomódense por ahí, donde puedan, para no ser vistos. Hay que atacar a los soldados.
Así lo hicimos. Los soldados venían como perros, todos juntos. Cuando oyeron los primeros balazos o les zumbaron las balas, se detuvieron y se dispersaron.
Rubén rompe el cerco
Esto sirvió para que Rubén avanzara y pudiera pasar libre la barranca. Ya al otro lado nos fuimos juntos. No cogimos ningún camino. Fuimos atravesando terrenos con cerca de piedra, no recuerdo cómo le llaman, pero no es un tecorral firme. Simplemente te apoyas en el estribo de un lado, con el otro pie empujas, y se derrumba la cerca. Pues así ocurrió.
Auxiliando al compañero
Epifania Zúñiga, esposa de Rubén, iba en el anca del caballo que Cárdenas le había regalado. Así caminamos un buen tramo en el cerro de La Carbonera. Al atravesar la vereda nos encontramos a un compañero que le habían matado el caballo, y él había quedado con una pierna debajo.
                –Hermanitos, ¡No me dejen!
                –No, no te dejamos.
Entonces, con un grupo de compañeros me enfrenté a los soldados que venían, y otros compañeros levantaron un poco el caballo para que él pudiera salir. Ya libre emprendimos el camino, no por la vereda sino atravesando. Se acostumbra borrar la huella donde pasamos para que no vean qué rumbo llevamos.
Un breve descanso de la persecución
Llegamos a un lugar donde había una barranca con agua, preciosa. Allí nos estuvimos. Vimos que los soldados ya no nos siguieron. Hubo actos emotivos. Compañeros que juraban que, en caso de que algún compañero cayera herido, arriesgarían la vida por sacarlo, por que no cayera en manos del enemigo. Fue el día 11 de diciembre de 1943.
Seguimos caminando. Llegamos a unas casitas de unos labriegos. Estaban cosechando ya su mazorca y nos dieron de cenar. Para esto, tanto la máquina de escribir que andábamos trayendo, como un ayate con alimento –con tortillas– se nos cayeron, se les cayeron a los compañeros. Pues íbamos sin alimentos. Una vez que cenamos, seguimos el camino.
Llegamos a un lugar en donde había dos direcciones, no opuestas pero sí diferentes. Vi que íbamos a agarrar para la parte baja, y que había un cerro muy alto. Le dije a Rubén:
                –Oye, ¿por qué no agarramos con rumbo a este cerro?
Me dice:
Mira, es que se nos apartaron aquellos cinco compañeros –entre ellos un tal Adelaido Barreto – y necesitamos saber qué es de ellos.
                –Bueno, pues está bien.
Fuimos a acampamentar cerca de un cultivo de maíz. Allí comieron nuestros animales, nosotros ya habíamos cenado. Esperábamos algún correo o algún aviso. No llegó nada. Como a las once de la mañana se ordenó nuevamente ensillar y salir.
Un presentimiento: el sueño de Atlameya
El 10 de diciembre de 1943 nos quedamos en un lugar llamado Atlameya –es un manantial muy bonito– y tuve un sueño. Un sueño que me parece que indicaba algo, pero carecía de posibilidades de interpretarlo. Allá va el sueño:
Había una luna preciosa. Soñé que me encontraba en mi pueblo. Había –hay– una huerta de árboles frutales, y en la parte oriente soñé un árbol que no existe, pero que en mi sueño apareció: un árbol de anona mucho muy alto. Sobresalía de los demás árboles, entre ellos mangos, chicos.
Vi allá en las ramas más altas una anona madura, bonita, grande. Tomé tres piedras. Aventé la primera y no la toqué. En la segunda, la toqué; cayeron probablemente algunos gajos. En la tercera cayó totalmente la anona. Cuando fui a buscarla no encontré nada de la anona. Había desaparecido totalmente. Esta fue una parte del sueño.
Esa misma noche soñé a una persona del mismo pueblo, llamada Herlinda Torres Avelar, maestra, a quien yo le había pedido prestada una máquina de escribir. La máquina la andaba yo trayendo. A esta mujer la soñé lavando una falda negra.
El sueño me impresionó, tanto lo primero como lo siguiente. Desperté. El resultado fue, como narramos después, que hubo un primer enfrentamiento, hubo heridos. Bueno, fue una escaramuza. La otra parte fue ya el doce –esto fue el once–; el enfrentamiento fue un poco más violento, con más resultados lamentables. ¿Por qué digo lamentables? Porque murió un niño que no quiso o no pudimos lograr convencerlo de que se quedara con alguno de sus familiares. Andaba su hermano con nosotros. El prefirió andar con nosotros y fue una de las víctimas. Murió en ese enfrentamiento. Su nombre era Leonardo Aguilar. De la falda negra, supongo que se trataba del hecho de que yo hubiera sido herido curiosamente en una pierna, en un pie, y que no fue un vestido, como decir que yo hubiera muerto, sino simplemente la herida debajo de la cintura. Así supongo. Con esto terminó el grupo, es decir, no más siguió el grupo guerrillero en el cual yo participé. Sería la anona, que con la segunda piedra cayó y no volvió a haber más. Ahí terminó la actividad de ese grupo como tal. Después hubo otros, pero ése allí terminó.
Caigo herido en combate
Cuando montamos a caballo tuve una sensación que no puedo explicar, pero que Rubén la observó:
                – ¿Qué te pasa Chano? Nunca te he visto así.
Le digo:
                – Oye mano, no sé qué vaya a ocurrir, pero… presiento algo.
Apenas dije las últimas palabras –ibamos caminando– cuando nos tiran el:
                –¿Quién vive?
No vimos a nadie.
Estaban –como dicen ellos– camuflados, estaban bien protegidos. Entonces, sin esperar la contestación, empezaron a disparar fusiles Mendoza que tenían emplazados. Fue en ese momento de los primeros disparos que me tocó una bala. A mi caballo lo hirieron también. Rubén dijo:
                – ¡Pie tierra!
Los que pudieron lo hicieron, pero yo me dije: “¿A qué me bajo?”. Serían unos cincuenta metros que me separaban de un lugar protegido. Pero, ¡cincuenta metros se volvieron cientos de metros!
Caminando, pues el caballo no podía correr, llegué a un lugar cubierto por peñas. Allí le llaman “Agua de la Peña”. El caballo sintió muy agradable estar en el agua, pero yo quería sacarlo. No lo golpeé, simplemente lo acosaba. No quiso. Pues me bajé y agarré rumbo por una cañadita. No cañada grande, más bien era una barranquilla pequeña. Caminaría unos doscientos metros. Encontré una poza con arena –arena seca– y me senté. Perdí el conocimiento y me recosté.
La huida en desbandada
Un ruido, que pasó a la orilla de una barranca más grande –porque llegué a donde se juntan dos barrancas–, me despertó. Vi a Epifania que pasó por la orilla. No le dije nada. Antes habían pasado tres compañeros, les hablé a cada uno de ellos –no pasaron juntos– y nadie me hizo caso. El último había tirado el arma. Yo tenía la información o el concepto de que el revolucionario no debe abandonar su arma porque es su protección. A punto estuve de tirarla por cobarde.
“Rendirme o morir peleando”
Ya despierto me puse a considerar mi situación¿Qué hacer? ¿Morir peleando? Llevaba dos armas con suficiente parque. Me acordé, en ese momento, de un hecho que me platicó mi padre: un revolucionario zapatista, al que le decían “Zorrillo” o “Zorrilla” –que sería apellido–, lo siguió un grupo de soldados, entre ellos un jefecillo. Y el jefecillo les decía:
                – ¡No lo maten! ¡No lo maten!
Pero al fin lo mataron. Antes de morir se paraba y les disparaba. Se le había acabado el parque, así que azotó el arma en las piedras y se las aventó. Sí, llegaron y lo mataron. Eso me hizo reflexionar qué hacer. ¿Morir como aquél gran combatiente? Me puse a considerar: ¿quién o cuántos van a venir a relevarme, a tomar mi lugar? Consideré que no había condiciones para eso y decidí: ¿y si me la juego? Ora sí que el todo por el todo. Si me matan, pues… ni modo. Pero, ¿y si vivo y en otra ocasión pudiera hacer algo en contra de este sistema? Esto me hizo decidir correr el riesgo de ser asesinado.
Me hacen prisionero
En tanto, ya venía ladrando un perro, siguiendo el rastro de la sangre. A poquito, la voz del militar que comandaba el grupo:

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