La Naturaleza nos transmite una agradable sensación de bienestar. Nos hace sentir libres. Al margen de catástrofes ambientales devastadoras, incluso cuando está desatada, o quizá con más motivo por ello, nos mueve algo por dentro que resulta irresistible.
La visión de un mar embravecido, las tormentas, navegar sin rumbo en un velero, dejar que la lluvia nos empape, vencer a la ola más grande con la tabla de surf, perdernos en un bosque, respirar a pleno pulmón en medio de una pradera, a la orilla de la playa, envueltos por una brisa que nos da alas…
Estas situaciones, e infinidad de otras similares, a menudo nos transmiten una indescriptible sensación de libertad o, cuanto menos, una sensación liberadora, que nos ayuda a sobrellevar el rutinario día a día y no invitan a soñar despiertos.
Y de techo, las estrellas
Situaciones, vivencias, escenarios que nos vivifican, tan distintas como similares, pues pese a sus grandes diferencias tienen a la Naturaleza, al contacto con ella como denominador común. Nuestra mente, cada centímetro de piel nos pide más cuando vivimos experiencias que nos hacen conectar con la Naturaleza, tan sencillas como inolvidables. Dejan una huella imborrable y nos alimentan con esa gasolina necesaria para seguir vivos por dentro y creer que un futuro mejor es posible.
Queremos bebernos el aire a grandes sorbos cuando respiramos sobre la cima de una montaña, nos deleitan las nubes que desfilan ante nosotros con sus formas caprichosas. Y, cómo no, nos fascina contemplar las estrellas tumbados en medio de la nada si estamos de acampada libre o, por qué, no, cerrando los ojos y soñando que estamos allí…
Los paisajes son envolventes, y en ello tienen mucho que ver los sonidos la Naturaleza, que nos subyugan de forma inefable. Escuchar los murmullos que se oyen en cualquier bosque nos transporta de un modo mágico. No es necesario estar en plena sabana africana o adentrarse en la Amazonia para sentir esa conexión maravillosa. Basta una pincelada verde para despertarla.
Entre el símbolo y el origen humano
¿Pero, por qué la Naturaleza nos hace sentir libres? ¿Cuál es ese hilo de oro que nos une a ella, que nos hace sentir parte de un todo? Por un lado, están los símbolos, esos significados culturales que forman parte de las distintas sociedades o grupos humanos o, si tienen carácter universal, que compartimos como seres socializados a lo largo de la historia de la humanidad.
Es la razón por la que contaponemos la vida salvaje a la domesticada. Esos caballos que galopan libres en entornos naturales, esas playas nudistas en entornos agrestes, esa bandada de pájaros que surcan el cielo, esos paisajes desbordantes de Naturaleza virgen en la que el ser humano todavía no ha puesto su bota…
Y, por extensión, esos pies descalzos que caminan sobre la fina arena de la playa, la corbata que oprime física y mentalmente en un entorno urbano, por contraposición a la ropa holgada, o a la desnudez completa, de cuerpo y alma, que despojados de ella mientras nos bañamos en un remanso de agua salpicado por unas inconmensurables cataratas.
Lógicamente, es una Naturaleza idealizada, un símbolo en realidad. No todo es tan bonito como lo pintamos en nuestra mente, ni mucho menos, pero la sensación de libertad es indudable, una verdad con mayúsculas. Incontestable y poderosa, con independencia de la construcción social que hayamos hecho fabricando símbolos que también tienen mucho de cierto.
A un nivel mucho más profundo, y en muchos casos como razón última de esa socialización y atribución de significados que comenzó con los primeros grupos humanos, están las circunstancias que han marcado el curso de la evolución. Unas circunstancias marcadas por un escenario lleno de Naturaleza como marco en el que el ser humano ha estado evolucionando durante cientos de miles de años.
Un marco en el que se ha ideo moviendo, bajando de los árboles y caminando erguido. Quizá por ello caminar en un entorno natural favorezca la creatividad y nos haga sentir más libres. La neurología ha descubierto que cuando andamos el lóbulo frontal, la parte del cerebro que mantiene el control de nuestras emociones, se libera.
Gracias a la automatización del proceso de caminar y a la ausencia de exigencias en un entorno natural, que no reclama nuestra atención con urgencias, liberamos al cerebro, que empieza a notarse liberado. En este sentido, la inspiración nos pilla antes caminando o relajados que trabajando, en contra de lo que suele afirmarse… De hecho, cuando la Naturaleza entre en escena, las ideas fluyen más fácilmente, podemos desconectar y nos sentimos liberados.
Sentirse parte de un todo
También resulta liberadora esa sensación mágica de sumergirse en las aguas, ya sea adentrarse en el mar o cualquier otro enclave natural, e incluso artificial. Al razonamiento anterior se le suma el contacto con el líquido elemento, una especie de vuelta al útero materno en sentido estricto y figurado, de igual modo que ocurre con la Naturaleza en general. Dentro del agua, origen de la vida, el relax es mayor, acentuándose más, si cabe, la sensación de libertad que nos transmite el entorno natural.
La Naturaleza idílica es ese lugar que nuestro cerebro identifica como su hogar, nuestro hábitat ideal, para el que realmente ha sido diseñado. Ante el ritmo que impone la ciudad, la hiperactividad que conlleva el estilo de vida urbano, el contacto con la Naturaleza es el mejor bálsamo, esa medicina necesaria que busca nuestro cuerpo. Allá queda la urbe, la nube de smog, su hiperactividad, su locura de asfalto, y dejarla atrás es un gran alivio. Una absoluta liberación sentir que formamos parte de un todo.
Ese código genético ancestral que reclama Naturaleza, esa anatomía nuestra que sigue abrazada al medio ambiente y detesta la frenética vida moderna nos pide estímulos muy diferentes a los que puede proporcionarle ese empeño nuestro en vivir deprisa. Como un mensaje en una botella lanzada a un mar que guarda los secretos de la noche de los tiempos, nos pide socorro. La pregunta que queda en el aire es: ¿Cómo protegernos de nosotros mismos?
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