Finalizadas ya las convenciones de ambos partidos y proclamados los respectivos candidatos, comenzó la carrera entre Hillary Clinton y Donald Trump, competencia que terminará en el mes de noviembre con la consagración de uno de ellos como presidente de los Estados Unidos de Norteamérica. Los diarios del mundo nos dicen que las encuestas indican una leve ventaja de Hillary, pero casi todos los analistas coinciden en que se trata de una competencia con “final abierto”.
Lo que no dicen, es lo que en este artículo queremos destacar: sea quien fuere el ganador, desde ya puede asegurarse que quien sale perdiendo es el pueblo estadounidense, ese 99% que seguirá sometido al 1% que concentra en sus manos la riqueza del país, según denunciaron no hace tantos años los protagonistas de aquella inspirada protesta denominada Ocuppy Wall Street. Y que nada bueno podemos esperar de estas elecciones, tampoco, los restantes pueblos de la tierra.
Un bipartidismo en crisis
Cuando Trump llegó a fines de julio a la convención republicana, no tenía ya competidores y su proclamación debía ser un mero trámite. Sin embargo, la consagración de quien se imponía en contra de los principales dirigentes y todo el aparato del Grand Old Party convirtió al evento en un nuevo testimonio de crisis. Crisis evidenciada en primer lugar con la vulgaridad y vacuidad de las apariciones del candidato, en el escándalo que ocasionó su esposa pronunciando un discurso que resultó ser el plagio de uno pronunciado años atrás por la señora de Obama y, sobre todo, por la ostensible resistencia de los principales dirigentes partidarios a comprometerse en un decidido apoyo a Trump.
De hecho, al mismo tiempo que el flamante candidato lanzaba su campaña presidencial, una parte del aparato amenazaba con quitarle su apoyo e incluso con llamar a votar por la candidata de los demócratas. Para contrarrestar estas jugadas, sin dejar de afirmar su perfil de enemigo del establishementpolítico, Trump eligió como compañero de fórmula a Mike Pence, gobernador del estado de Virginia, un político de carrera que, además de ser inequívocamente reaccionario, es evangelista, merece la confianza del partido y equilibra un tanto las desmesuras demagógicas del jefe de fórmula, el multimillonario empresario inmobiliario que llegó a la fama no desde la política sino como conductor de un exitosoreality televisivo.
La convención del Partido Demócrata debía escoger entre Hillary Clinton, dos veces Primera dama, precandidata en su momento derrotada por Obama a cuyo gobierno se integró luego como Canciller reconocidamente belicista y el “socialista” senador Bernie Sanders. Éste, a pesar de que “los números no le daban”, mantenía su precandidatura. Hillary llegaba con una clara mayoría, pero pretendía ser designada sin oposición y con el respaldo de Sanders. Lograrlo no resultó sencillo, sobre todo porque apenas inaugurada la convención, la “filtración” de 20.000 correos electrónicos dejó al descubierto que, a lo largo de todas las primarias, la dirección y el aparato del partido demócrata habían boicoteado la postulación de Sanders. Y no sólo eso: el escándalo mayor fue descubrir los mensajes que Hillary Clinton en persona había dirigido a los CEOs de grandes corporaciones y a los mayores aportantes financieros¡ofreciéndoles cargos en su futura administración! El mal rato fue superado haciendo renunciar a quien presidia la convención y denunciando al servicio de inteligencia ruso por hackear las computadoras de los demócratas… Finalmente, Obama intercedió públicamente, logrando que Sanders se retirase y llamara a respaldar activamente la campaña de Hillary, como única forma de derrotar a Trump. Esto le valió el senador una silbatina en plena convención y no está claro en qué medida acompañarán la decisión de Sanders aquellos doce millones de personas, jóvenes sobre todo, que en las internas lo votaron para oponerse, desde la izquierda, a la candidata más claramente belicista y comprometida con el desprestigiado establishment político de Washington.
Se largó la campaña…
La campaña electoral de Hillary Clinton parece errática y se ha concentrado hasta el momento en desacreditar la capacidad e incluso la cordura de su contrincante. En igual sentido interviene decididamente Obama, que incluso en sus actividades protocolares como Presidente o cuando recibe a mandatarios extranjeros en la Casa Blanca, repite que el candidato republicano “es absolutamente incompetente para esta tarea”. Un periódico tan “serio” como el New York Times lanza rumores de que Trump estaría desmoralizado, que podría abandonar la contienda, que se habría quedado sin fondos… y en sus páginas, el galardonado economista Paul Krugman escribe ¡que Trump le hace el juego nada menos que a Putin!
En suma, lo que afirman los demócratas es que Trump representa un serio peligro, tanto interna como internacionalmente: por su inexperiencia e incapacidad, por su carácter desequilibrado y exaltado que hace peligrar los acuerdos de los Estados Unidos incluso con sus más cercanos aliados y por sus posturas xenófobas y racistas que agravan el clima de tensión racial que existe en el país. Pero la campaña demócrata no tiene ejes claros: pretende asegurar la participación y los votos de quienes no quieren un gobierno de extrema derecha, pero enfrenta a Trump con políticas que nada tienen de progresistas y, por tanto, se limita a criticar las excentricidades y brulotes del otro candidato.
Trump no trata mejor a su rival. En los discursos, insiste en que “el país está fuera de control” y que sólo él tiene la voluntad y la capacidad de volver a imponer “la ley y el orden”. Ha llegado a calificar las acciones de Hillary Clinton como “criminales”, la denuncia como agente de las elites internacionales y elestablishment político, divorciado de la verdadera esencia americana (?) y responsable de la “pobreza y violencia interna, de guerras y destrucciones en el extranjero”. Las consignas preferidas de Trump son “Primero Norteamérica” y “Hagamos nuevamente grande a Norteamérica”, pero en el afán de polarizar llega a extremos que incomodan a muchos dirigentes republicanos. Durante las primarias había escandalizado anunciando que construiría un muro a lo largo de toda la frontera con México para terminar con la “invasión” de los criminales latinos. Ahora, ya candidato, eligió denostar a los familiares islámicos de un capitán muerto, diciendo que su intervención en la convención demócrata había sido puro teatro y confirmaba que Obama y Clinton no enfrentaban ni se atrevían a llamar por su nombre al “terrorismo islámico”, y varios dirigentes republicanos salieron a desautorizarlo. Lo mismo ocurrió cuando declaró que si Clinton llegase a ganar atropellaría el derecho constitucional a la portación de armas, a menos que “el mismo pueblo de la segunda enmienda encontrara la forma de pararla”, en lo que muchos interpretaron como una incitación a la violencia.
Sin embargo, al presentar su programa económico en el muy “respetable” Detroit Económic Club, rodeado por un equipo de asesores al gusto de Wall Street, asumió un perfil menos controversial, prometiendo algo emparentado con lo que fuera la “Reaganomics” en los ochenta del siglo pasado. Prometió bajar el impuesto a los ingresos personales y una fuerte disminución del impuesto a las sociedades (o sea, al gran capital), mayor desregulación de las actividades económicas y financieras (incluyendo las especulativas) y relanzar la economía con grandes inversiones en infraestructura y… en las fuerzas armadas. Nada dijo sobre cómo afrontaría el aumento en la deuda que esas medidas generarían, seguramente porque sus asesores le advirtieron que volver a insinuar una “reestructuración” de la deuda podía desatar un pandemonium financiero. Insistió, si, en su ya conocida postura “proteccionista”: enfrentar la competencia “desleal” de China en primer lugar, pero también de Japón y Alemania, renegociar los tratados comerciales internacionales (el de la América del Norte, el TPP, etcétera), exigir que sean los europeos quienes se hagan carlo de los gastos de la OTAN, etcétera.
Una democracia devaluada
Los imprevistos y sorpresas que caracterizaron el desarrollo de las “primarias”, las tensiones y escándalos en las convenciones, y el nivel francamente rastrero que ahora asume la batalla electoral en curso, son otras tantas ilustraciones de la crisis del régimen bipartidista estadounidense. Aunque tal vez sea más correcto decir que se trata del desprestigio y descomposición de este peculiar “duopolio” en el que la competencia y alternancia entre el Partido Republicano y el Partido Demócrata encubre y asegura la permanencia de las grandes líneas de la política doméstica e internacional, que son discutidas y resueltas, sin ninguna participación del pueblo, por las grandes corporaciones económico-financieras, el complejo militar – industrial y los “things tanks” que los asesoran. Políticas aplicadas por una casta casi inamovible de altos burócratas preparados para conducir las cuestiones económico-financieras, militares y de la “inteligencia” interna y externa, tanto sea con presidentes republicanos como demócratas.
Este sistema sólo formalmente democrático funcionó y funciona, pero no ha podido evitar un creciente divorcio con la población, evidenciado ya en el simple hecho de que más de la mitad de quienes estarían en condiciones de votar se abstienen de hacerlo. La novedad es que a ese distanciamiento más o menos “apático”, ha venido a sumarse lo que es ya un generalizado desprestigio del establishment político y las protestas contra el mismo, por derecha y por izquierda.
Por derecha, Trump atrajo a una franja considerable de la clase media y los trabajadores blancos que antes era clientela de los demócratas, ahora golpeada por la pérdida de empleos y el temor a caer en la pobreza, manipulando su bronca y frustración, acicateando el racismo tan incrustado en la sociedad norteamericana para dirigirlo contra los latinos, los negros y “el islamismo”.
Por izquierda, Bernie Sanders logró un eco notable, con un discurso que proclamaba la necesidad de una “revolución política” y el “socialismo democrático” para enfrentar precisamente a quien definía como la mejor agente del establishment, Hillary. Sanders, como era previsible, terminó capitulando y volviendo al redil, pero difícilmente los doce millones de jóvenes que lo acompañaron dejen de lado sus agravios con la Clinton y lo que ella representa…
En realidad, estos desajustes en el sistema y las tensiones políticas que revelan, son apenas una expresión mínima y distorsionada de las explosivas contradicciones generadas por el capitalismo norteamericano en su propio seno. Convergen y se potencian múltiples factores. Durante la última década cerraron 50.000 empresas y se perdieron 5 millones de empleos. Los gobiernos de Obama expulsaron de los Estados Unidos a más latinos que cualquier otro. La violencia y persecución policial contra los jóvenes de color ha comenzado a generar reacciones, que van desde la desesperación del francotirador que “ajustició” a cinco policías, hasta movimientos que retoman algunas de las tradiciones de los Panteras Negras. Año tras año, siguen muriendo soldados norteamericanos en guerras incomprensibles para el común de la gente… Y atravesando todos los niveles de la sociedad, las adicciones, la violencia , la pandemia de sufrimientos psíquicos, y un vacío simbólico, constituyen uncombo alienado y alienante que revela la gravedad que allí asume una crisis civilizatoria que, como y con el capital, se ha hecho planetaria pero asume al mismo tiempo características marcadamente diferentes en cada país.
El “malmenorismo”, a full…
Es natural que en este contexto reaparezca con fuerza aquella lógica tramposa que pretende dictar no sólo la conveniencia política, sino incluso laobligación ética de apoyar y votar por “el mal menor”. En el caso que nos ocupa, esto significaría apoyar a la lobista pro-Israel y guerrerista Hillary Clinton, para derrotar al proto-fascista Donald Trump (aunque no ha faltado quien sugiera que éste sería “el mal menor”).
Respondiendo a esta campaña, corresponde en primer lugar recordar que en los Estados Unidos la lógica del “mal-menorismo” viene funcionando desde hace larga data, logrando que el espectro político-institucional del país se corra siempre cada vez más… hacia la derecha. Porque la realidad es que el “mal-menorismo” traduce una complicidad de hecho entre republicanos y demócratas. Dado que comparten supuestos ideológicos básicos (en especial, el“Destino manifiesto” que Dios habría asignado a Norteamérica), pueden descalificarse retóricamente, sabiendo que, en cualquier caso, la votación por el “mal menor” sirve como mecanismo legitimador que disimula el carácter crecientemente antidemocrático del régimen. Por este motivo, quiero terminar este comentario citando palabras de un intelectual estadounidense, Víctor Wallis, aclarando que fueron escritas mucho antes de este litigio entre Hillary y Donald:
“Irónicamente, la actual ostentación ideológica del argumento del ‘mal menor’ sirve a los intereses de una fuerza política (la clase dominante estadounidense), a la que en verdad puede concebirse, por lo que respecta a su poder, su alcance, su agenda económica, y sus armas para imponerla, como el mayor mal del mundo […] No casualmente, es también, como hemos visto, el país en el que el cálculo del ‘mal menor´ define más plenamente los límites de los debates sobre políticas, y en el que, como resultado, están más cerradas las oportunidades para las alternativas electorales positivas.”
La conclusión de este artículo no es, en modo alguno, que la lucha política carezca de sentido o deba abandonarse. Pienso sí que, en los Estados Unidos y al menos por ahora, una fuerza de izquierda debería reconstruirse estableciendo una distancia crítica con la farándula electoral-institucional y en estrecha relación con las protestas y exigencias (reivindicativas, antirracistas, democráticas, antibélicas y emancipatorias) que brotan y seguirán haciéndolo cada vez más desde los socavones de la sociedad. En cuanto al resto del mundo, creo que en lugar de paralizarnos o distraernos discutiendo cuál de los candidatos estadounidenses debería ser considerado el mal menor, debemos concentrarnos en denunciar y enfrentar la amenaza que cada uno de ellos y ambos representan, en el convencimiento de que, más allá de las diferencias que puedan existir a nivel discursivo y táctico, sostienen políticas que amenazan nuestro futuro, si no nuestra misma supervivencia. Tanto más cuando se multiplican las advertencias de un próximo agravamiento de la crisis económica del capitalismo a nivel mundial…
Aldo Casas, agosto 2016
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