Los gobiernos y las empresas interesadas en extraer recursos de territorios indígenas recurrieron a un sinnúmero de artimañas para asegurar que se cumplía con el requisito de la consulta previa.
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En Ecuador, el derecho a la consulta previa e informada antes de la implementación de programas gubernamentales o de carácter privado en territorios comunitarios, es motivo de constantes movilizaciones, algunas de las cuales consiguen sus objetivos, pero la mayoría se quedan enredadas en complejos procesos jurídicos que han beneficiado al Estado o a las empresas que actúan con su anuencia.
Ya en 1998, el derecho de los pueblos indígenas a ser consultados antes de intervenciones de algún programa de gobierno en sus territorios fue incorporado en la Constitución, y ese mismo año se ratificó el Convenio 169 sobre Pueblos Indígenas y Tribales de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), adoptando en la jurisprudencia ecuatoriana los derechos de los pueblos indígenas que se especifican en este convenio.
Si bien el enunciado constitucional de 1998 sobre la consulta previa fue incorporado también en la Constitución del 2008, tampoco significó una real vigencia de esta normativa. Por el contrario, el propio enunciado fue fuente de conflictos en la Asamblea Constituyente, provocando las primeras fracturas entre los sectores que apoyaron en el 2006 la elección del presidente Rafael Correa.
La líder indígena Mónica Chuji, que presidió la Mesa de Recursos Naturales en la Asamblea Constituyente que redactó la Constitución del 2008, recuerda la primera confrontación que se dio entre los asambleístas del oficialismo.
“Quienes estábamos vinculados a los sectores indígenas exigimos que la Constitución establezca la obligatoriedad de que los pueblos indígenas den su consentimiento antes de que se implementen programas de gobierno en sus territorios, y no simplemente que sean consultados”, afirma Chuji.
La confrontación de conceptos, en apariencia simple, respondía a lo que venía sucediendo con la Constitución de 1998, que establecía la consulta previa como único requisito antes de la intervención en territorios indígenas, pero poco o nada valían los resultados de esta consulta, pues la decisión de las comunidades no era tomada en cuenta.
En efecto, los gobiernos y las empresas interesadas en extraer recursos de territorios indígenas recurrieron a un sinnúmero de artimañas para asegurar que se cumplía con el requisito de la consulta previa. Uno de los más usados fue el convocar a asambleas de las comunidades en las que se les informaba sobre los planes a seguir, pero en ningún momento se preguntaba a las comunidades si aceptaban o no los planes propuestos.
“Convocar a una asamblea de la comunidad, o convocar a determinados dirigentes, para informarles sobre los planes de gobierno no constituye una consulta, pues no se da la oportunidad de que la comunidad exprese su conformidad o su disconformidad con la propuesta, de ahí que exigimos que la Constitución hable de consentimiento previo”, afirma Chuji.
El consentimiento previo informado implica que la comunidad esté de acuerdo con la intervención en sus territorios, y esto a la vez exige que el resultado de la consulta previa sea de cumplimiento obligatorio. Ni el consentimiento ni la obligatoriedad de cumplir con el resultado de la consulta previa se incorporaron en la Constitución del 2008.
Ambigüedades constitucionales
La ambigüedad de la normativa constitucional llevó a las organizaciones sociales y los representantes gubernamentales a enfrentarse en los tribunales de justicia y a presionar por la elaboración de normativas secundarias que definan el carácter y los procedimientos necesarios para que una consulta previa sea legítima.
El gobierno logró la aprobación de dos instrumentos jurídicos que, en la práctica, destruían los logros alcanzados por los movimientos sociales en las constituciones de 1998 y 2008, como son el Decreto 3401, del año 2002, y el Decreto 1040, del 2008.
Según David Cordero, abogado de la Fundación Regional de Asesoría en Derechos Humanos (INREDH), el Decreto 3401, que establecía una reglamentación para la aplicación de la consulta previa, además de intentar reglamentar una ley que no existía —y aún no existe—, violentaba el derecho de participación de las comunidades a las que se debía consultar, pues no se exigía la presencia de todas las personas de la comunidad sino que podían actuar representantes de las mismas.
“Las empresas interesadas en ingresar a territorios indígenas podían convencer a tres o cuatro personas y lograr que sean reconocidas como representantes de las comunidades y así evitarse el tener que confrontar a toda la comunidad”, asegura Cordero.
Por otra parte, según este reglamento, la opinión de las comunidades no era tomada en cuenta, pues establece que en el caso de “haber disensos o no tener resoluciones, quien coordinaba la consulta debía tomar nota de estos disensos y seguir con el proceso”.
“Según este reglamento lo importante era que exista la reunión; si no había acuerdos, o si no había resoluciones, esto no tenía la más mínima importancia, ya que lo importante era que se cumpla con el acto”, dice Cordero.
Mientras tanto, el decreto 1040 incorpora un elemento para que la opinión de las comunidades sea considerada: ésta debe ser “técnica y económicamente viable”.
“Si una comunidad se opone a una actividad extractiva, esta oposición podrá ser considerada siempre y cuando sea técnica y económica viable, es decir, siempre y cuando compense económicamente las ganancias que una empresa dejará de recibir al no explotar los recursos de un territorio. ¿Cómo puede una comunidad compensar económicamente las ganancias de una empresa?”, se pregunta Cordero.
Una historia de resistencia y lucha jurídica
Con una legislación amañada, la única posibilidad de que la opinión de los pueblos indígenas sea considerada a la hora de diseñar programas de intervención en sus territorios ha sido con la movilización y la implementación de recursos jurídicos innovadores, apelando a los acuerdos y tratados internacionales.
La mayoría de estas luchas se ha dado en contra de la intervención de las empresas extractivas, como las petroleras y las mineras. De estas luchas, son significativos los triunfos logrados por la Federación Independiente del Pueblo Shuar (FIPSE), en 1999, al oponerse al ingreso de la compañía petrolera estadunidense Arco Oriente a sus territorios ubicados en la provincia amazónica de Morona Santiago, que logró que el Tribunal Constitucional de ese entonces reconozca que se debe respetar la “organización comunitaria y no provocar su fraccionamiento”.
Otro triunfo significativo fue el logrado por la nacionalidad waorani en la provincia de Orellana, ante la petrolera italiana AGIP Oil Ecuador. La Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE) demostró cómo una empresa engañó a una nacionalidad al hacer pasar un seudo acuerdo de compensación como consulta previa. AGIP logró que los waoranis permitan la explotación petrolera a cambio de tres quintales de arroz, tres quintales de azúcar, seis baldes de manteca, 3 fundas de sal, 2 balones de fútbol, un pito de árbitro y un cronómetro.
Casos emblemáticos como el de la comunidad kichwa de Sarayaku, en Pastaza, que igualmente logró el año pasado proteger su territorio frente al embate de la petrolera argentina CGS, al llevar su caso ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos argumentando que en el Ecuador el resultado de la consulta previa no era de cumplimiento obligatorio, han llevado a otros pueblos a seguir el mismo rumbo y, más aún, dar ejemplo de cómo debe ser una verdadera consulta previa, como es el caso del pueblo de Rukullacta, en la provincia de Napo.
Autoconsulta proactiva
Rukullacta está planificando realizar una “autoconsulta” para definir si permite o no que las empresas petroleras ingresen a su territorio.
“Rukullacta ha decidido iniciar un proceso de información sobre la explotación petrolera; para eso ha invitado tanto a representantes del gobierno, a funcionarios de la empresa petrolera [Ivanhoe Energy de Canadá y su aliado nacional la compañía Transsepet] y a ecologistas para que participen en reuniones en cada una de las comunidades, en las cuales, además, los dirigentes explicarían el plan de vida diseñado para Rukullacta, en función de la conservación, el desarrollo humano y la inversión en ecoturismo”, explica Rodrigo Varela, también abogado de INREDH.
Según lo propuesto, este proceso finalizaría con una votación secreta de cada habitante de Rukullacta y en presencia de observadores internacionales, funcionarios de gobierno y los dirigentes indígenas.
“Una información detallada, la participación de todos los actores sociales involucrados y, sobre todo, el acompañamiento de los líderes indígenas, permitirá la realización de una consulta legítima en donde, si pierde la posición indígena, se habrá perdido en buena lid, y no en procesos engañosos o fraudulentos; y si se gana, el pueblo de Rukullacta defenderá en el terreno la victoria conseguida en la consulta”, sostiene Varela.
“La autoconsulta de Rukullacta será un ejemplo de cómo el Estado debe actuar frente a la consulta previa, con resultados vinculantes, con total respeto a los derechos de los pueblos indígenas, y no como ahora se pretende, una consulta en donde no importa el resultado, sino lo que el presidente de la República decida”, concluye Varela. —
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