domingo, 18 de enero de 2015

Je suis Charlie… pero también muchos otros

comix
Para Occidente Dibujar sobre los judíos… es antisemitismo!
Dibujar sobre los musulmanes… es libertad de expresión!
 VICTOR GROSSMAN / COUNTERPUNCH – Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández. El lunes pasado por la noche tenía pensado escribir sobre el movimiento PEGIDA en Alemania. Aunque en Dresde, su ciudad de origen, la cifra de manifestantes resentidos que protestan contra la “islamización” de Occidente había ido aumentando persistentemente hasta llegar a los 18.000, me sentí feliz de informar que en el resto de Alemania habían sido muy inferiores en número.
En Berlín, sólo aparecieron 300, que dieron media vuelta cuando se toparon con los 5.000 que se les oponían. Incluso los políticos que les habían ignorado, los que habían castigado a sus oponentes hablando de “terroristas de izquierda y derecha” o habían utilizado palabras en código para expresar sentimientos parecidos contra la inmigración (y así ganar votos) se les oponían ahora prácticamente al unísono. Los líderes de la ciudad de Berlín siguieron el ejemplo de la Ópera de Dresde apagando las luces de la Puerta de Brandenburgo en protesta contra los racistas. Los líderes religiosos de Colonia hicieron lo mismo, sumergiendo su gigantesca catedral en una agradable oscuridad, mientras 400 manifestantes de PEGIDA se encontraban con 10.000 antirracistas que les pararon los pies. Así pues, con la excepción de Dresde, el lunes marcó una victoria de quienes pedían amistad, unidad y acogida para quienes buscan asilo y una nueva vida decente sobre los esfuerzos de quienes tratan de enfrentar a un grupo contra otro.
Pero después llegó el miércoles y llegó París, con los atroces asesinatos en Charlie Hebdo. Como tantos millones de personas, me quedé conmocionado y horrorizado. Pero también empecé a asustarme. Ahora la turba de PEGIDA se pondría a gritar: “¿Lo veis? ¡Os lo advertimos!”. Incluso antes del miércoles, las encuestas mostraban que el 57% de los alemanes no inmigrantes desconfiaba de los musulmanes. Pero que sólo muy pocos habían participado en las virulentas marchas. ¿Cuántos iban ahora a incorporarse a ellas con banderas, cruces y eslóganes? ¿Cuántos dirigentes de derechas volverían a encontrarse de nuevo ante sus voces estridentes? ¿Y cómo se podría ahora contrarrestarles? ¿Se harían amenazadoramente eco los trágicos disparos de la calle Nicolas Appert de los de las avenidas y las calles de Alemania? ¿Cómo podríamos poner freno ahora a la locomotora del odio que corre ya peligrosamente de un extremo a otro de Europa, vomitando chispas de nuevas conflagraciones que pueden acabar por quemarnos a todos?
Ay, ¿qué defecto de carácter me impulsa a ir siempre contra corriente? Incluso ahora, con tantas personas sintiéndose golpeadas y determinadas a oponerse a los asesinos islamistas y defender la libertad de prensa, ¿por qué me agobian tantas dudas? ¿Debe la sátira aguda e iconoclasta fastidiar valientemente a los poderes establecidos con lápices y palabras agudos e insultar deliberadamente creencias religiosas profundamente sentidas? Ateo convencido toda mi vida, no siento muchas simpatías por los fanáticos religiosos, ya sean musulmanes, cristianos, judíos, hindúes o budistas. Algunos de los enemigos de Charlie eran mis enemigos; disfruto con los ataques [no físicos] a los fanáticos, ya sea en Teherán, Riad, Jerusalén Oeste o Virginia Occidental. Durante siglos, han causado demasiado sufrimiento en nuestro mundo. Pero hay una vocecilla molesta que me susurra que, como periodista, no debo hacer caricaturas de cuando los cristianos se enfrentaban a los leones en el viejo Coliseo romano, o incluso de los judíos más retrógrados durante el mandato de Hitler. Atacar al Estado Islámico está bien. Pero ¿es también bueno burlarse de las creencias de tantos musulmanes en Europa, que se enfrentan a diario a la discriminación en escuelas y trabajos y atacar físicamente mezquitas, minaretes y pacíficos musulmanes? ¿No debe tener la sátira restricción alguna? Casi siempre no. Pero quizá no siempre se pueda injuriar o ridiculizar a profetas y creencias que siguen proporcionando consuelo a tantas personas. Hay que oponerse a los fanáticos violentos. Pero hace mucho que Moisés, Jesús, Buda y Mahoma han muerto. En ocasiones hay que tener coraje para atacarles, pero, ¿es eso bueno o inteligente?
Ninguna de estas preocupaciones justifica los ataques con Kalachnikov y los asesinatos a sangre fría, indudablemente, no contra artistas, escritores, viñetistas. ¡Ya está bien, el mundo ha vivido realmente ya demasiadas limitaciones a la libertad! Pero, ¿por qué debe mi memoria, tan débil respecto a nombres, caras o acontecimientos recientes, se mantiene tan fuerte sobre cosas ya muy lejanas? ¿Y por qué me insiste en tantas ocasiones en que no sólo los musulmanes o los islamistas pueden ser sangrientos?
¿Debo recordar el levantamiento de la colonia francesa de Madagascar en 1947, cuyo pueblo, soñando con la independencia, confiando inocentemente en la ayuda de EEUU, empezó su luchado armado básicamente con lanzas? Un ejército francés bien armado con 30.000 efectivos adoptó “una estrategia de terror y guerra psicológica que auspició torturas, castigos colectivos, quema de aldeas, arrestos masivos, ejecuciones y violaciones… En Mananjary asesinaron a cientos de seres, entre ellos 18 mujeres, y arrojaron vivos a un grupo de prisioneros desde un helicóptero”. La estimación oficial de la cifra de personas asesinadas fue de 89.000, pero contando los que huyeron al bosque y al parecer murieron, la cifra pudo superar los 100.000.
¿Y la libertad de prensa? “Los medios de comunicación franceses informaron bien poco del acontecimiento, ofreciendo pocos detalles del levantamiento y la posterior represión… fuera de Francia”. En 2012, en el 65 aniversario del levantamiento, el primer ministro de Madagascar pidió al gobierno francés que desclasificara los archivos sobre el mismo. No se accedió a la petición.
¿Por qué debo recordar la sangrienta guerra francesa en Indochina de poco después? ¿Y qué decir de Argelia? En 1841, once años después de su conquista, el historiador Alexis de Tocqueville comentaba: “En cualquier caso, podemos decir en sentido general que en Argel deben suspenderse todas las libertades políticas”.
Se siguió su consejo. Tras la II Guerra Mundial, Argelia quería la independencia, y tuvo que luchar por ella. En la Batalla de Argel, en 1957, la división de paracaidistas del General Massu hizo uso, también contra los civiles, de los métodos desplegados en Madagascar e Indochina, con ejecuciones ilegales y desapariciones forzosas, en particular mediante lo que más tarde llegaría a conocerse como los “vuelos de la muerte”. “Considerar a los argelinos una raza subhumana hizo que la tortura resultara más aceptable, cuando no agradable, para el torturador”. El general Paul Aussaresses “se refería a los combatientes y simpatizantes argelinos tildándoles de ratas, criminales, rebeldes, violentos y bandidos”. En su autobiografía, escribió sobre las “desapariciones” de muchos prisioneros: “En muy rara ocasión los prisioneros que habíamos interrogado durante la noche llegaban vivos a la mañana siguiente”.
“En primer lugar, el oficial interroga al prisionero en la forma ‘tradicional’, golpeándole con los puños y pateándole. Después se sigue con la tortura: se le cuelga…, se le tortura con agua…, descargas eléctricas…, quemaduras (utilizando cigarrillos, etc.). Eran frecuentes lo casos de los prisioneros que se volvían locos… Entre las sesiones de interrogatorio, los sospechosos eran encerrados sin alimento en sus celdas, algunas de las cuales eran tan pequeñas que no podían tenderse… algunos eran muy jóvenes, adolescentes, y otros eran ancianos de 75, 80 o más años”.
Henri Alleg, un escritor y periodista comunista, reveló que el ejército francés incluso enterró ancianos vivos. Él mismo fue torturado y describió con detalles horribles el método ahora conocido como submarino y también las descargas eléctricas con generadores manuales.
¿Y la libertad de prensa? Con el gobierno negando siempre cualquier utilización de la tortura, más de 250 libros, periódicos y películas fueron censurados en la Francia metropolitana y 586 en Argelia; el documental “La Question”, de Alleg, y la película “Le Petit Soldat”, de Jean-Luc Godard fueron prohibidos por un gobierno socialista encabezado por Guy Mollet. No, desde entonces hasta ahora, nunca se ha podido dar por sentada la libertad de prensa.
La guerra con Argelia aún hacía estragos en octubre de 1961 durante la “masacre de París”. Bajo las órdenes del Jefe Maurice Papon, después condenado como criminal de guerra, la policía francesa atacó una manifestación de 30.000 argelinos. Los resultados fueron espantosos: muchos murieron cuando la policía les empujó violentamente como si fueran ganado arrojándoles al río Sena, mientras algunos eran lanzados desde los puentes tras caer inconscientes a causa de los golpes. Otros murieron en los patios de los cuarteles de la policía mientras los altos oficiales ignoraban los ruegos de otros policías conmocionados por la brutalidad. Se arrestó a unos 10.000, las estimaciones sobre los asesinados oscilan entre los 70 a los 200.
No, la brutalidad no se limita en forma alguna al islam o a los musulmanes. Incluso mi escasa memoria a corto plazo y mi nacionalidad estadounidense me obligan a recordar a Abu Zubaydah, padre de cuatro hijas, arrestado en Pakistán en 2002, que pasó más de doce años bajo custodia de EEUU. Durante ese tiempo, fue sometido a simulacros de ahogamiento en 83 ocasiones, obligado a permanecer desnudo, a sufrir privación de sueño, al confinamiento en pequeñas cajas oscuras, a posiciones de estrés. Después de los ataques físicos, perdió el ojo izquierdo. Se destruyeron las grabaciones de video, pero sabemos que las sesiones de simulación de ahogamiento ‘le obligaron a tragar fluidos produciéndole espasmos involuntarios en piernas, pecho y brazos’ y ‘súplicas histéricas’. Al menos en una sesión “se quedó completamente inconsciente y las burbujas salían de su boca, completamente abierta’. Tras la intervención médica, volvió en sí y ‘expulsó grandes cantidades de líquido’”.
En 2006, fue trasladado al Campo 7 en Guantánamo, donde las condiciones eran especialmente penosas. Después, en 2007, el Tribunal de Revisión declaró que Zubaydah no era “importante”. “Me dijeron: ‘Lo sentimos, hemos descubierto que no eres el Número 3, ni un socio, ni siquiera un combatiente’”.
Gul Rahman fue arrestado en casa de su doctor tras viajar a Islamabad para hacerse un chequeo médico. También le sometieron a “48 horas de privación de sueño, sobrecarga auditiva, oscuridad total, asilamiento, duchas frías y trato degradante”. Gul Rahman murió el 20 de noviembre de 2002, tras haberlo encadenado, desnudo de cintura para abajo, a un frío muro de cemento “Salt Pit”, a una temperatura de 2º C.
Un interrogador de la CIA informó: “Un detenido podía pasarse días o semanas sin que nadie le mirara”. Su equipo encontró un detenido al que “hasta donde pudimos determinar había permanecido de pie encadenado a un muro durante 17 días”. A algunos prisioneros se les decía que eran como perros en las perreras. En 2006, durante una reunión informativa de la CIA, el Presidente George W. Bush expresó malestar ante la “imagen de un detenido, encadenado al techo, vestido con un pañal y obligado a hacérselo todo encima”. Este hombre estuvo encadenado por una o ambas muñecas a una barra que había por encima de su cabeza a lo largo de 22 horas durante dos días consecutivos”. Al Comité Internacional de la Cruz Roja se le ocultó su encarcelamiento.
El abogado británico Clive Stafford informó de hasta veinte adolescentes encarcelados en Guantánamo, algunos a largo plazo y en confinamiento solitario. Un activista afgano de los derechos humanos afirmó que uno de los chavales tenía sólo 12 ó 13 años cuando fue capturado.
Rara vez llegan a conocerse los nombres de las victimas y, en todo caso, son rápidamente olvidados. De nuevo debo recordar la fecha de julio de 2011, cuando los aviones de la OTAN (35% de ellos franceses) bombardearon la sede de la televisión estatal libia, matando a tres periodistas e hiriendo a quince. La Federación Internacional de Periodistas afirmó: “Condenamos firmemente esta acción que ha atacado a periodistas y amenazado sus vidas en violación del derecho internacional… Nos preocupa que una de las partes decida eliminar a un medio de comunicación porque considera que su mensaje es propagandístico, porque entonces todos los medios corren peligro”. Para alguna gente como yo, la acción le recordó la fecha de abril de 1999, cuando un avión de la OTAN destruyó la emisora de radio y de televisión de Belgrado, asesinando a 16 trabajadores serbios con un certero misil, alegando que era un “objetivo legítimo” porque eran “portavoces propagandísticos”.
Pero los hombres de Charlie Hebdo eran escritores y creadores, únicos e irremplazables. Es cierto que yo me siento seguro. Pero, ¿no se aplicaba también eso a Charles Horman, apoyado por EEUU (que se hizo famoso por la película “Missing”)? ¿O, durante los mismos hechos, al maravilloso cantautor chileno Víctor Jara? ¿Y qué hay de la tortura y asesinato, organizados por los belgas con el apoyo de EEUU, del poeta y dirigente político congoleño Patrice Lumumba? ¿O del novelista y cineasta Ken Saro-Wiwa, en Nigeria, ahorcado con la connivencia de Shell Oil? ¿O del palestino Ghassan Kanafani, considerado uno de los escritores modernos árabes más importantes, cuyo coche explotó a causa de la trampa-bomba colocada por el Mossad en julio de 1972?
No puedo dejar de pensar que por todo el mundo hay muchos más criminales muy sangrientos y extremadamente ricos, de cuyas acciones rara vez se informa, a no ser que sean maritales o extramaritales. Las acciones basadas en una verdadera creencia en la libertad de prensa pueden ser despiadadamente castigadas, como hemos aprendido con los casos de Julian Assange, Chelsea Manning, Edward Snowden o Mumia Abu-Yamal.
Lo que ahora me estoy temiendo es un renovado mal uso de los últimos asesinatos, que avive los sentimientos de venganza de las masas no sólo hacia unos pocos asesinos muertos o unas creencias religiosas quizá retorcidas, sino hacia todo aquel que tenga una piel más oscura y se vista y hable de forma diferente, lejos por tanto de los verdaderos autores, esos que empeoran las propias condiciones sociales que alimentan el fanatismo y el de sus marionetas, que ambicionan hacer carrera pero carecen de conciencia y que están ya escupiendo ahora su apenas silenciado veneno, sacando partido de la expansión del odio. Los manifestantes de PEGIDA en Alemania planean llevar brazaletes de luto por Charlie, buscando el aplauso tardío de los dirigentes de los principales partidos.
¡Lo que necesitamos es todo lo contrario! Debemos trabajar para cerrar brechas, estrechar manos y trabajar juntos por un mundo mejor. ¡No osamos olvidar todos esos innumerables hechos sangrientos recogidos ampliamente en archivos polvorientos, ni sus urgentes lecciones! Bien puedo unirme al “Yo soy Charlie”, pero debo añadir: “Yo soy Gul Rahman” ¡Yo soy Abu Zubaydah! ¡Yo soy Charles Horman y Ken Saro-Viwa! ¡Yo soy Ghassan Kanafani y Víctor Jara!”
Con este punto de vista más amplio debemos apelar a la gente en Dresde y otras ciudades alemanas. Ellos no son culpables de ningún crimen ni violencia real. Pero mi propia experiencia me hace recordar que uno u otro de sus abuelos pudieron haberse unido para matar al gran poeta de la lengua yidish Mordecai Gebirtig en Cracovia el “Miércoles Sangriento”, el 4 de junio de 1942. La generación de hoy no soporta culpa alguna por esos hechos. Pero tendrán que aceptar gran parte de la culpa si resulta que de nuevo es necesario gritar el gran poema y canción de Gebirtig como una advertencia y alarma nuevas: “Es Brennt! ¡Hermanos, nuestra ciudad está ardiendo!”
Victor Grossman, periodista y autor estadounidense, reside en Berlín, en la antigua zona Oriental, desde hace muchos años. Es autor de: Crossing the River: A Memoir of the American Left, the Cold War, and Life in East Germany (University of Massachusetts Press, 2003). También publica The Berlin Bulletin, que puede suscribirse gratis enviado un correo a:

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