Si el comunismo dependiera de la hegemonía de cierto modelo productivo, concebido como históricamente superior según los cánones del fordismo, bien podemos despidirnos ahora mismo de su realización.
El siglo XXI presenta un desarrollo de los recursos productivos[1] que era absolutamente inimaginable para el conjunto de conocimientos yexpectativas del siglo XIX. El capital ya no es el mismo, no presenta su composición sectorial de otrora ni cumple en todos los casos funciones idénticas. La tierra ya ni siquiera es solamente la tierra y debe compartir su viejo rol junto a mares, cielos y subsuelos, amén de satisfacer algunas consideraciones de orden ecológico que Adam Smith, David Ricardo y Karl Marx ni siquiera soñaron. El trabajo también cambia su fisonomía dentro de los procesos económicos y, en ciertas áreas de la producción, cada vez se parece menos a su vieja representación, heredada de la física, como energía y como fuerza. Para colmo –aun con las reservas y los “temores” que normalmente provocan las situaciones nuevas–, bien se podría incluir hoy entre los recursos productivos a dos convidados: el conjunto de saberes e informaciones aplicados a la fabricación de bienes o el ofrecimiento de servicios y los modelos o las formas de organización reclinados sobre tales menesteres.[2] Por su parte, el Estado –que durante prolongados períodos históricos fue el gestor y el articulador principal de los recursos productivos–, y los regímenes políticos que actualmente le son anexos y según sus características y derivaciones presentes, ya no admiten ser vistos como las condensaciones de poder que en algún momentoaparentaron ser. Los márgenes de decisión política propiamente estatal han asistido a un proceso de adelgazamiento –virtualmente anoréxico en muchos casos– y aquella legitimidad que a fines del siglo XIX carecía prácticamente de rivales hoy comparte sus fueros con una constelación inacabable de organismos intergubernamentales, corporaciones transnacionales y asesorías técnicas que siempre parecen estar a punto de su sustitución.[3] Así, las sociedades contemporáneas se nos presentan bajo un aspecto de complejidad y diversidad que era decididamente impensable a partir del patrimonio teórico de que disponían los movimientos de trabajadores de las últimas dos centurias, y la problemática de la lucha de clases así como del propio comunismo no puede dejar de ser observada a través de ese prisma inevitable.
La concepción según la cual el desarrollo de las “fuerzas productivas” acentuaría sus contradicciones con las relaciones de producción –lo que, según el marxismo, estaría acompañado por una simplificación del cuadro resultante de luchas a nivel de las clases sociales, ubicando a ciertos sectores ya sea en el campo de la burguesía ya en el campo del proletariado– y abriría el camino de la revolución y de la transformación comunista no constituye en nuestra época más que una curiosidad para los investigadores de la evolución de la teoría social. Por lo pronto, el pensamiento económico prácticamente no cuenta hoy con una idea más absurda que la que estipula que las relaciones de producción se constituirán en algún momento en un dique de contención al crecimiento de las “fuerzas productivas” y que ello será el manantial inagotable de las revoluciones comunistas. Más aún: no existe indicio alguno de que la gran industria, según el modelo que Marx y Engels apenas comenzaron a conocer y Lenin exaltara luego en sus momentos de más desfachatado taylorismo, sea el camino que imperativamente habrá de seguir la concentración de recursos productivos abriendo paso al crecimiento del proletariado, en el sentido restrictivo de clase obrera industrial. Antes bien, según lo que hemos comenzado a insinuar, el desarrollo de los recursos productivos no parece haber operado otra transformación que la extensión de las relaciones capitalistas, pero asociadas ahora con la operatoria del Estado en la prestación de determinados servicios y escindidas de enormes contingentes de población cuya condición de pertenencia o integración al sistema consiste en haber sido excluidos, expulsándolos a la periferia del mismo y que no constituyen –a partir de su sola existencia– ninguna alternativa económica relevante. Entonces, si el comunismo realmente dependiera de la hegemonía incuestionable de cierto modelo productivo, concebido como históricamente superior y asociado a la gran industria según los viejos cánones del fordismo, bien podemos ir despidiéndonos ahora mismo y para siempre de su realización.
El estrepitoso fracaso de las experiencias de edificación “socialista” inauguradas con la revolución rusa de octubre de 1917 y la brusca interrupción de su septuagenario, encuentran una de sus tantas explicaciones precisamente en el hecho de haberse sustentado en la convicción contraria. Cifrar las expectativas “socialistas” en las formas productivas propias de la gran industria era una idea ya presente en Marx y de la que Lenin puede considerarse su más digno heredero. En este terreno, cuando Lenin quería mostrarse profundamente autoritario, no hay duda que conseguía hacerlo a las mil maravillas: “¿Cómo puede asegurarse la más rigurosa unidad de voluntad? Subordinando la voluntad de miles de hombres a la de uno solo. Si quienes participan en el trabajo común poseen una conciencia y una disciplina ideales, esta subordinación puede recordar más bien la mesura de un director de orquesta. Si no existen esa disciplina y esa conciencia ideales, la subordinación puede adquirir las formas tajantes de la dictadura. Pero, de uno u otro modo, la subordinación incondicional a una voluntad única es absolutamente necesaria para el buen éxito de los procesos de trabajo, organizados al estilo de la gran industria mecanizada”.[4]Perspectiva ésta bien distinta a la de Bakunin, quien no creía que pudiera haber una asimilación inmediata entre ciertas condiciones instituídas de producción y la construcción del socialismo: “Esta degradación del trabajo humano constituye un grave mal que contamina las instituciones morales, intelectuales y políticas de la sociedad. La historia demuestra que una multitud inculta, cuya inteligencia natural ha quedado atrofiada y embrutecida por la monotonía mecánica del trabajo diario, y que anhela en vano el conocimiento, constituye una masa sin cabeza cuya turbulencia ciega amenaza la existencia de la misma sociedad”.[5] Las diferencias entre Bakunin y Lenin son obvias: así como Lenin celebra entusiasta un cierto modelo productivo y la disciplina del trabajo que le es anexa, Bakunin no puede sino lamentarse de tales cosas y ver en ellas no un anticipo sino un obstáculo del socialismo y –con mayor razón todavía– de sus innegociables anhelos libertarios. Las condiciones reales de producción no son, entonces, el embrión determinista que inexorablemente conducirá al comunismo sino un atolladero que habrá que someter al ejercicio de la crítica y la contestación.
Más allá o más acá de la ciencia ficción, la arquitectura y el diseño utópico –al menos el de signo ácrata y cuanto está vinculado a y resulta de la acción revolucionaria– no puede fundarse más que en las configuraciones fundamentales de las sociedades para las cuales ha sido pensado. Esas configuraciones no están dadas automáticamente a partir de la organicidad y los movimientos del capital sino que surgen a partir de la propia experiencia histórica de luchas y de su reelaboración en términos de proyectos autónomos de ruptura; una afirmación largamente intuida pero no siempre formulada con claridad y en forma terminante por el pensamiento anarquista. Así, es posible encontrar todavía afirmaciones como la siguiente: “Es únicamente en las organizaciones económicas revolucionarias de la clase obrera que se encuentra la fuerza capaz de realizar su liberación y la energía creadora necesaria para la reorganización de la sociedad a base del comunismo libertario”.[6] En este contexto discursivo, la expresión “organizaciones económicas revolucionarias de la clase obrera” no termina de asumir o de reconocer su manifiesta ambigüedad. Y ésta se plantea como tal porque las organizaciones a las que se alude no son espontáneamente revolucionarias exclusivamente a partir de sus lazos productivos y porque, en caso de llegar a serlo, su nuevo carácter no se deduciría directamente de su situación económica sino de su propio esfuerzo de elaboración y/o confirmación de la misma; su asunción revolucionaria no es el resultado llano y previsible de una simple operación aritmética a partir de un lugar dado en la estructura productiva sino el complejo compromiso que se gesta en un recorrido de luchas y en una decisión autónoma y re-fundacional. Sin embargo, no por ello deja de ser cierto que no hay ruptura social concebible y posible si no es, al menos en gran parte, sobre la base de los núcleos productivos realmente existentes; aunque tal cosa no puede querer decir que “únicamente” en los mismos se encuentre “la fuerza capaz de realizar su liberación” ni que su sola presencia alcance y sobre para considerar liquidada la arquitectura del diseño utópico.
Precisamente, la evolución real de la estructura productiva somete hoy la configuración concreta de ese diseño a nuevas complicaciones. Por lo pronto, en tiempos de la 1ª Internacional –¡y durante la mayor parte del siglo XX!– se creyó firmemente que el movimiento histórico tendría por desembocadura, inmediata o a mediano plazo, tanto el crecimiento cuantitativo del proletariado como su homogeneización interna en los términos de las formas productivas “superiores” representadas por la gran industria. Sin embargo, el propio devenir se ha encargado por sí sólo y sin auxilio teórico alguno de negar categóricamente tales vaticinios. A lo que en realidad hemos asistido es a una complejización creciente de los procesos de trabajo mediante la emancipación de la técnica, a un inacabable surtido de divisiones y subdivisiones en la esfera de la producción de bienes y de servicios y a una segmentación horizontal y vertical de lo que todavía hoy suele registrarse bajo la consoladora pero a todas luces insuficiente expresión de “mano de obra”. La gran industria, la producción en serie y las cadenas de montaje ya no constituyen el paradigma productivo en aquellos países donde alguna vez se conociera su hegemonía y nunca llegaron a serlo en la mayor parte de América Latina, África y Asia, que apenas llegaron a ser “bendecidas” con su rocío. La diversificación, la segmentación y la tecnocratización sustituyeron en los hechos a la profecía de una homogeneización que jamás se verificó. Y no sólo la estructura productiva realmente existente e imperante en las mayores extensiones planetarias vio cómo se multiplicaba la cantidad de lugares y posiciones posibles sino que, prácticamente, cada proceso productivo particular recibió el homenaje de una división interna del trabajo, de una diferenciación y de una tecnificación creciente que eran impensables en los esquemas tradicionales. Hoy –y desde hace décadas– no podemos menos que constatar el enorme redimensionamiento de los servicios con respecto a la producción fabril de bienes en sentido estricto y también tendremos que reconocer en casi cualquier proceso particular de trabajo la multiplicación de aquellos puestos que ya no se caracterizan como labores manuales y directas sino que, contrariamente, encuentran su rasgo de distinción en múltiples funciones de supervisión, planificación y “apoyo técnico”.
En este contexto, la vieja conciencia unitaria de clase es sorprendida en su buena fe original, por lo menos por dos razones: en primer lugar, porque de acuerdo a sus propias bases teóricas de sustentación debería experimentar el mismo proceso de fragmentación que afecta a sus soportes existenciales y, en segundo término, porque ya no puede servirse de aquellas antiguas nociones que apelaban al interés inmediato como detonante de su historia formativa. Así, la comunidad mítica del proletariado debe abrir paso y ofrecer un lugar al reconocimiento de contradicciones internas en su propio seno, con sus correspondientes formulaciones discursivas e independientemente del nivel de análisis que se adopte; sea éste el campo, la fábrica, el taller, la oficina, la escuela, la estructura productiva nacional o –con mayor razón todavía– el cuadro de divisiones y subdivisiones internacionales del trabajo. Si realmente fuera cierto que la existencia delimitada por las condiciones inmediatas de trabajo determina la conciencia que se tenga de ellas y de tantas otras cosas, entonces tendríamos que habérnoslas con tantas ideologías como categorías laborales pudiéramos encontrar. Y, para colmo, tendríamos que darle a la distribución de la conciencia la forma de un escalafón y resignarnos una y otra vez a que el interés de cada cual provocara en su soberano despliegue algo no muy diferente a una guerra de todos contra todos. Sospecha que obliga por sí misma, en cualquier intento de reconstrucción teórica, a desechar ese supuesto bizantino del interés estructural y “objetivo” y a ubicar en su lugar un proyecto histórico que se remonte más allá de sus posibilidades inmediatas y una asunción colectiva de tensiones y de deseos; momentos éstos del pensamiento y de la práctica a pautar y a construir como parte de la experiencia cotidiana, de la memoria y del patrimonio de aquellos sujetos sociales a los que se asigne los protagonismos más relevantes y la correspondiente epopeya de la ruptura.
Pero, hay más aún. Por lo pronto, el proceso de complejización y división del trabajo ha estado acompañado, en una relación de condicionamientos, por una tecnificación de antecedentes lejanísimos pero que la dinámica capitalista volvió repentinamente creciente; la que primero sustituyó la fuerza física, más tarde suplantó ciertas habilidades artesanales y hoy pretende, ocupar el lugar de la inteligencia humana. La máquina interviene no sólo en los términos propios a la composición del capital sino que afecta enteramente los procesos productivos, se incrusta en ellos, los reorganiza desde su propia interioridad y se transforma así en un recurso específico que proyecta su influencia más allá de su mero dominio y de su aplicación. Lo que se pone en juego es bastante más que la propiedad jurídica formal sobre las máquinas puesto que en esa reorganización de los procesos productivos, los propios recursos laborales cambian su inscripción y su naturaleza. No sólo se produce una desvalorización del trabajo manual sino un repliegue generalizado del trabajo en su sentido clásico y de la cantidad relativa de trabajadores en condiciones de ocupar las plazas efectivamente disponibles.[7] Si optáramos por ilustraciones –sensacionalistas pero reales– del camino recorrido y sólo para señalar el sentido de los cambios, podríamos decir ahora que, en tiempos de Bakunin y de Marx, un barbero había de realizar algunas de las operaciones quirúrgicas propias de la época mientras que hoy la cirugía incorpora el uso del rayo láser y exige de sus practicantes una decena de años de formación universitaria. Nada se resuelve sosteniendo que tanto las sociedades de aquel entonces como las actuales acreditan un carácter capitalista–aunque la tengan realmente, por supuesto– si no somos capaces de darnos cuenta de las extraordinarias mutaciones habidas en los procesos productivos entre ambas situaciones extremas. Del mismo modo, si unas cuantas décadas atrás los Partidos Comunistas consiguieron que la hoz y el martillo fueran la representación icónica de la “clase en ascenso” y de su alianza con el campesinado, hoy no podrían generar con la misma simbología otra cosa que nostalgia y fascinación indudablemente requeridas de acompañamiento por la evocación mítica de los orígenes.
El remate de todos estos sub-procesos convergentes no es otro que aquel que se expresa a través de la pérdida de centralidad del trabajo en su acepción tradicional y de la falta de gravitación del mismo como referente cultural básico. El trabajo estable, concebido como empleo dependiente de una empresa y asociado muchas veces con la posesión de un oficio cualificado, el que generalmente desarrollaba ciertas señas de identidad, no sólo ha dejado de ser una constante sino que tiende a volverse una posibilidad remota y, como tal, un anhelo de difícil realización. El trabajo formal así concebido ocupa cada vez menos tiempo en las vidas de las personas[8] y su significación, como nodo de derivaciones y sentidos culturales, tiende a volverse cada vez menor. El trabajo ya no es un motivo generalizado de orgullo sino apenas un refugio de sobrevivencia y un hecho “extraño” a nuestras vidas. Ya no hay realizaciones en torno suyo sino apenas un conjunto de instrumentalidades inevitables en las cuales los trabajadores mismos no constituyen otra cosa que una mediación hacia fines supuestamente “superiores”. Aquella identidad que heredamos del siglo XIX, la que tenía en el trabajo su principal referente y que permitía representar a la sociedad como un espacio ordenado; esa identidad que hizo suponer que el mundo nuevo sólo requería la tarea, conceptualmente simple, de suprimir el imperio del Estado y del capital, hoy se ha diluido en las nebulosas de la insatisfacción y de la ira. Ese escrito anónimo, mordaz y enigmático que es Ai ferri corti,[9] lo expresa en términos quizás difíciles de mejorar: “¿Pero cómo crear una nueva comunidad a partir de la cólera? Terminemos de una vez por todas con los ilusionismos de la dialéctica. Los explotados no son portadores de ningún proyecto positivo, así fuese la sociedad sin clases (todo esto se parece muy de cerca al esquema productivo). Su única comunidad es el capital, del cual pueden escapar sólo a condición de destruir todo aquello que los hace existir como explotados: salario, mercancía, roles y jerarquías. El capitalismo no sienta en absoluto las bases de su propia superación hacia el comunismo –la famosa burguesía “que forja las armas que le darán su muerte”–, sino antes bien las bases de un mundo de horrores.”
Admitamos, a la sazón, que el comunismo –más aún si, como nosotros lo concebimos, no puede dejar de ser libertario– jamás habrá de ser el producto mecánico y automático del desarrollo de las fuerzas productivas porque éste sólo conduce a su propia perpetuación. Asumamos también, que ese desarrollo –gracias a la tecnología– ha producido una complejización y una diversificación ostentosas en la esfera del trabajo y que la pérdida de homogeneidades identitarias hace más difícil aún la edificación de una sociedad igualitaria y solidaria. Aceptemos entonces, que la sociedad comunista anárquica no puede basarse en la pretendida expropiación revolucionaria de los medios de producción y la cacareada autogestión de los mismos a manos de los trabajadores libres puesto que dichos medios se valían para el trabajo esclavo y por ende soninútiles a la emancipación Deduzcamos, además, que un proyecto de recreación social que sólo intente justificarse en el obrerismo o en los trabajadores manuales asalariados no contaría con muchos respaldos y sólo podría fundarse en una feroz dictadura “socialista” cuyas virtualidades son sobradamente conocidas. Asentemos, por extensión de nuestros razonamientos, la idea de que uno de los grandes problemas a resolver por cierto núcleo de necesidades, deseos, voluntades y proyectos refractarios pasa a ser, radicalmente, el de los sujetos conscientes que sustituyan con ventajas al difunto proletariado. Por consiguiente, lo que cabe dejar establecido en este preciso instante, a modo de conclusión provisional, es que dichos sujetos no podrán ser simplemente la contracara generada por el capitalismo en su propia dinámica y que tampoco podrán localizarse exclusivamente en la lucha de clases tal como se le ha concebido tradicionalmente. Seguirá siendo cierto, indiscutiblemente, que ninguna sociedad puede refundarse en libertad sin haber resuelto el gran tema de la abolición del trabajo –la destrucción de la mercancía y el desmantelamiento de la producción–, pero habrá que incorporar también la convicción de que tal cosa no opera en un espacio de determinaciones unidireccionales y que, por lo tanto, ninguna sociedad puede recrear tampoco nada perdurable y que realmente valga la pena si ése es el único problema que está en condiciones de resolver; ignorando momentáneamente el disparate que supone creer que ello podría encararse omitiendo cualquier otra consideración. Aceptemos ahora que crear y recrear vida colectiva en libertad son actividades consientes y autónomas que se extienden muchísimo más allá de la esfera del trabajo y que exigen, para poder concretarse, una toma de conciencia generalizada encauzada hacia la destrucción total del sistema de dominación. Esperemos, entonces, el momento en que habremos de estar en condiciones de abordar este tema desde una perspectiva mucho más nutrida que la actual.
Gustavo Rodríguez
San Luis Potosí
A 18 de agosto de 2011
[1] Hablamos de “fuerzas productivas” y no de “recursos productivos” porque nuestra exposición intena adaptarse, en la medida de lo posible, a la terminología propia de la época a la cual se refiere; una terminología que, en lo esencial, tenía una procedencia fundamentalmente marxista. Los economistas ortodoxos de nuestro tiempo prefieren hacer referencia no a las fuerzas productivas sino a los “factores de producción”. De nuestra parte –en el momento en que este desarrollo da un salto y pasa de la interpretación del pasado al intento por descifrar algunas claves de nuestro presente–, creemos imprescindible ir procesando una conceptualización y un conjunto de usos léxicos propios que vayan generando sus propias marcas de identidad y de “autoestima” y labrando el camino de una elaboración teórica relativamente autónoma; por ello, hemos incorporado este término frecuentemente empleado por Rafael Spósito. Sin perjuicio de esta intención, es necesario reconocer que el vocablo “recursos” tampoco es enteramente satisfactorio por cuanto no permite incorporar el hecho de que, en un orden de mayor generalidad, los trabajadores, en tanto expresen un devenir histórico de enfrentamientos, no son una mera pieza de disposición gerencial sino los agentes de una pulsión colectiva movilizada a partir de sus propios deseos y necesidades.
[2] Es justo reconocer respecto a los saberes que, precisamente, uno de los rasgos contemporáneos de la estrategia empresarial –particularmente de las grandes compañías transnacionales– consiste en su completa asimilación e incorporación al capital por la vía de las patentes, royalties, etc.; aun cuando se trate de una batalla inconclusa. Los modelos organizativos, por su parte, también podrían ser incluidos en la esfera del trabajo, aunque ahora lo fueran como un atributo gerencial. Sin embargo, y aun pese a los riesgos teóricos que esto implica, dados los elementos de novedad presentes en uno y otro caso, hemos preferido explorar el camino de su consideración separada. Además, el hecho de que las formas de registro contable no den todavía debida cuenta de tales categorías no tiene, desde nuestro punto de vista, ningún significado teórico relevante.
[3] Entiéndase bien: cuando decimos “parecen estar a punto de su sustitución”, estamos diciendo, precisamente, que tal sustitución no se ha producido. Los Estados, unos más que otros, y en ciertas circunstancias más que en otras, continúan siendo la principal instancia de legitimación, en los niveles territoriales y poblacionales de su competencia, incluso de las condensaciones no estatales de poder; siendo ésta una distinción que teóricamente disfruta de la mayor relevancia y que no nos permite descuido alguno.
[4] V. I. Lenin; Las tareas inmediatas del poder soviético; publicado el 28 de abril de 1918 en el número 83 de Pravda; en Obras Escogidas; pág. 444; Editorial Progreso, Moscú, 1969.
[5] La cita pertenece al Catecismo revolucionario (1866) de Mijaíl Bakunin y está recogida en la selección a cargo de Sam Dolgoff La anarquía según Bakunin, pág. 101; Editorial Tusquets, Barcelona, 1983. Compárese también esta visión preocupada de Bakunin con el optimismo de Marx; el que, como hemos visto, se desentendía de lamentarse incluso del trabajo infantil.
[6] Art. 11 de los Estatutos de la Asociación Internacional de Trabajadores.
[7] Esta situación echa por tierra las nociones tradicionales en torno a un supuesto “ejército de reserva”; un asunto de extraordinario interés pero que no será posible abordar específicamente en este trabajo.
[8] Las siguientes cifras pueden ser útiles a la hora de apreciar la extensión del fenómeno: un obrero realizaba anualmente 5.000 horas de trabajo hace 150 años; 3.200 horas hace un siglo, 1.900 horas en los años setenta y 1.520 actualmente. Relacionándolo con la duración total del tiempo que permanece despierto en el conjunto del ciclo de la vida “el tiempo de trabajo representó el 70 por ciento en 1850, el 43 por ciento en 1900, solamente el 18 por ciento en 1980 y el 14 por ciento hoy”. Cf., Roger Sue, Temps et ordre social, cit. en Renée Passet, “Las posibilidades (frustradas) de las tecnologías de lo inmaterial”; recogido, a su vez, en Pensamiento crítico vs. Pensamiento único, Le Monde Diplomatique, Edición española, Editorial Debate, Madrid, 1998. Más allá de lo dicho y de la convicción de que seguramente expresa una tendencia difícilmente desmentible, es de hacer notar que el mencionado trabajo no especifica la metodología según la cual se construyó el indicador ni aclara cuál es exactamente el universo de aplicación del mismo.
[9] Ai ferri corti con l’esistente, i suoi defensori e i suoi falsi critici –que puede ser traducido como “en duelo a muerte con lo existente, sus defensores y sus falsos críticos”–, texto anónimo y particularmente celebrado por la tendencia insurreccional anarquista, actualmente disponible en un par de páginas web: www.alasbarricadas.org ywww.flag.blackened.net/pdg.
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