Para empezar, lo que todos sabemos: el jueves 19 de enero, la sincronía, el efecto mariposa, el azar o el impecable sentido de oportunidad de intereses diversos lograron que la captura de Kim Schmitz alias Dotcom, sucediera tan solo un día después del masivísimo blackout en protesta por los proyectos de las leyes SOPA y PIPA, impulsadas por Lamar Smith, miembro de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos. Los cargos contra Dotcom, empresario y pirata informático alemán de casi 38 años, fundador del sitio web Megaupload, fueron los de crimen organizado, blanqueo de dinero y violación de la ley de los derechos de propiedad intelectual. A partir de entonces, se hizo cada vez más notorio un fantasma que sobrevuela internet desde hace tiempo. Para unos pocos, lo que presenciamos es el principio del fin de una era dorada de experimentación y circulación anárquica de todo tipo de bienes culturales en formato digital, mientras que nos aprontamos al espectáculo de un futuro de millones de usuarios condenados únicamente a consumir. Sin embargo, simultáneamente, crece más y más la épica de la desestimación: para la inmensa mayoría, la libertad de contenidos en la web es tanto ideológica como tecnológicamente irreversible.
Lejos de paralizar, los acontecimientos disparan todo tipo de noticias: nos enteramos que los hacktivistas de Anonymous planean su propia versión de plataforma de descargas on line (bautizada Anonyupload) -aunque hay quienes desmienten esta versión-, como también supimos que la compañía de Schmitz se aprontaba para presentar al mundo Megakey, un sitio comercial de música que obviando a las discográficas hubiera llevado al definitivo final de éstas. Asimismo tomamos nota que la empresa valenciana Bionic Thumbs acaba de desarrollar MegaUp: Upload if you can!, un videojuego paródico sobre los hechos de público conocimiento. La lista es muy extensa. Tan lejos de detenerse, la cultura digital sigue dando pruebas del poder de su viralidad, mientras se multiplica y reinventa.
Pero ¿de qué tipo de cultura digital hablamos? Si SOPA y PIPA solo son una cortina de humo o una desafortunada expresión de deseo, y el arresto de Herr Dotcom una estrategia de impacto mediático, ¿qué es lo que realmente se pone en juego en las filosofías del intercambio en la era web? ¿Una nueva querella de antiguos contra modernos, de apocalípticos versus integrados, dos visiones de lo que debe ser la red y las visiones del mundo que la transitan? ¿Sólo dos? Contemporáneamente, al describir su proyecto Sincita, el artista rosarino Fabrizio Caiazza nos dice desde su sitio web: “Internet no cambió nuestra manera de ver y entender el mundo. Internet ES nuestra manera de ver y entender el mundo, nuestro modo de consumir y relacionarnos, aun con los sitios de descarga cancelados, aún con las computadoras apagadas”. Hace muy poco, las autoridades suecas aprobaron una religión conocida como Kopimism, impulsada por devotos que consideran que compartir archivos (File Sharing) es un acto sagrado (ver nota adjunta). Revisemos un poco más detenidamente. ¿Qué tan profundos y definitivos son los cambios? ¿De cuántos modos nos afectan -digitalmente o en nuestro estado unplugged- estas transformaciones?
Hace poco más de una década, el nombre de Shawn Fanning inundaba los medios tanto como hoy lo hace el de Schmitz. Fueron algo más de 15 minutos de fama. Resumamos: en junio de 1999, un nerd de Massachusetts de entonces apenas 19 años, daba a conocer al mundo su polémico proyecto que marcaría un antes y un después en la circulación masiva de música: se llamó Napster. Este servicio de distribución de archivos en formato MP3, bueno es recordarlo, tuvo un mentor: John Fanning, tío de Shawn. No sólo le regaló su primera computadora Apple, sino que también se de-sempeñó como primer presidente de la firma y recolector de inversores. El crecimiento de la empresa fue meteórico y se convirtió en una bomba durante el año 2000: la banda heavy Metallica demandó a Napster en abril y el joven Shawn fue tapa de la revista Time en octubre. Seguía pregonando que todo había comenzado cuando se propuso compartir con sus amigos su colección de música en MP3 a partir de un sistema de acceso simple y efectivo. Cuando en junio del mismo año la RIAA (Recording Industry Association of America) bloquea judicialmente muchas de las descargas, Napster acababa de recibir una inversión de 15 millones de dólares. Al año ya tenía más de 25 millones de usuarios.
Repito lo que ya escribí en mi blog Cippodromo, hace más de dos años. ¿Qué queremos decir cuando nos referimos a descargar contenidos? Otra vez invertimos los términos: no estamos hablando de la fragilidad de lo que llamamos derechos de autor (o no sólo de eso), sino, antes que nada, de la mutación de un concepto de industria. Una filosofía diferencial de la administración de la información.
La proliferación de las tecnologías digitales modificó culturalmente el modo en que las industrias se conciben a sí mismas. En realidad, es la relación de la creación (de los artistas) con las industrias la que ingresó hace tiempo en una nueva dimensión.
En lo que se refiere a las artes, podríamos iniciar la pesquisa desde la perspectiva de las diversas conductas de artista: en principio, aquellos que adhieren a una concepción de la industria que es propia de los siglos XIX y XX y aquellos que apuestan a los imparables cambios del siglo XXI. Por supuesto, estas dos conductas tienen múltiples matices, pero en definitiva todo artista adhiere a un concepto de industria. Walter Benjamin se preguntaba por el aura. Es el concepto de valor el que una vez más se pone en juego. Y no me refiero únicamente al valor económico.
Regresemos a la historia de Napster. En septiembre de 2001, luego de una furiosa presión por parte de las discográficas, que seguimos capítulo a capítulo como si se tratara de una telenovela, el servicio deja de funcionar. Después de unos años fuera de la vida pública, Fanning regresó en 2005 con una nueva propuesta, Snocap, un servicio que ideológicamente es el absoluto contrario de Napster. Contratado inmediatamente por Universal, Sony-BMG, EMI y Warner Music, su tarea fue centralizar licencias y poder cobrar de este modo por las descargas de las canciones. Su respuesta fue contundente: nada más que un cambio en el modelo de negocios.
Sin embargo, la transformación de esa nueva mentalidad industrial que ayudó a alimentar no retrocedió. Todo lo contrario.
¿Será que Fanning olvidó su impulso inicial, el de compartir archivos? ¿Acaso siempre deben resultar antagónicos los intereses del empresario y del usuario? ¿Por qué no auscultarlo como un giro antropológico? No sólo el cuento de una serie de aplicaciones P2P (Peer-to peer, o entre pares, de Napster a Audiogalaxy a eMule, y más tarde de servicios de alojamiento de archivos Megaupload, Mediafire, RapidShare o GigaSize) sino de un giro cultural donde los usuarios vamos desarrollando otro tipo de necesidades.
Escribí más arriba que cada artista adhiere con su conducta a un concepto de industria. En febrero de 2008, unos meses después de que Radiohead permitiera la descarga gratuita de su álbum In Rainbowsdesde su website y por un tiempo limitado, 40 artistas de latitudes diferentes (de Andrés Calamaro a Lily Alen, de Skay Beillison y Hernán Cattaneo a Wayne Coyne de Flaming Lips) respondieron en Rolling Stone edición argentina a preguntas como “¿los grandes sellos se adaptarán a la nueva etapa? ¿Hay más o menos oportunidades para las nuevas bandas? ¿la tecnología nos acercará a una música mejor?”. Hubo respuestas para todos los gustos. Desde aquellos que coincidían ampliamente con el gesto de Metallica hasta quienes admitían descargar música de la web.
Lo sabemos: los tecnófobos no son aquellos que denostan toda tecnología, sino por el contrario, aquellos nostálgicos que prefieren una tecnología anterior. Y no existe tecnología que no esté fundada en un uso específico y en una mentalidad de uso.
Es indudable que, en el mundo digital, la labor ideológica y de difusión de los defensores tanto del software libre como del código abierto (Richard Stallman, John Maddog Hall, Eric Raymond, etc.) va dejando su impronta en una psicología epocal, aún en el caso de que jamás se haya oído hablar de ellos. En la misma dirección sigue resultando capital el ensayo Crímenes de la razón. El fin de la mentalidad científica del físico estadounidense -y Premio Nobel- Robert B. Laughlin, quien señala que la Era de la Información bien podría denominarse Era de la Amnesia, debido a la demoledora disminución del acceso público a conocimientos que deberían no poseer copyright.
Nunca deberíamos olvidar que el usuario es la pieza clave de cualquier industria. Su motor. Así como existe una diferencia nada sutil entre quien intercambia información y el que lucra comercializando bienes ajenos. Muy distinto es disponibilizar que lucrar. Son los usuarios los que disponibilizan material audiovisual en un sitio como Youtube. Lo comparten con otros usuarios. Bajo el pretexto de combatir la piratería, los proyectos de ley SOPA y PIPA arremeten contra todo lo que puede convertirse en una amenaza. Es algo tan ridículo como argumentar la necesidad de clausurar las bibliotecas o las librerías de usado para salvar, si esto fuera necesario, a la industria editorial. Es cierto, la figura del pirata (la vedette de toda esta trama) es tanto una creación de la industria como lo es la figura del Capitán Jack Sparrow.
Los desarrolladores de plataformas de intercambio invariablemente comienzan como usuarios. Y lo siguen siendo de muchas maneras.
Como sea, quiero concluir con una cita que no es otra cosa que una paráfrasis del clásico La Catedral y el Bazar, de Eric Raymond: “Es posible que a largo plazo triunfe la cultura del intercambio libre. No porque esta circulación sea moralmente correcta o porque la rentabilidad económica sea moralmente incorrecta, sino simplemente porque el mundo comercial no puede ganar una carrera de armamentos evolutiva a las comunidades de intercambio libre, que pueden disponer de muchísimo más tiempo cualificado y muchísimos más actores que cualquier compañía”.
(Tomado de Revista Ñ)
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