por El Quinto
Más allá de los posibles problemas psicológicos y motivaciones de los agresores, de la necesaria Ley Antidiscriminación y de la existencia y características de los grupos neonazi, nos gustaría centrar la mirada en aspectos de fondo ¿Dónde se origina la discriminación? ¿quiénes se benefician de ella?
Discriminación, intolerancia, brutalidad, cobardía, ignorancia, son algunos de los suaves calificativos que podríamos usar para referirnos a la acción que acabó con la joven vida de Daniel Zamudio.
Más allá de los posibles problemas psicológicos y motivaciones de los agresores, de la necesaria Ley Antidiscriminación y de la existencia y características de los grupos neonazi, nos gustaría centrar la mirada en aspectos de fondo ¿Dónde se origina la discriminación? ¿quiénes se benefician de ella? ¿cómo se inculca y promueve?
La discriminación y sus formas específicas como la homofobia, la xenofobia, el machismo, el racismo, entre otros, se encuentran esparcidas por toda la sociedad, muchas veces de manera sutil y subterránea, instaladas cultural e ideológicamente en nuestro sentido común. Solemos basarnos en estereotipos y prejuicios bajo los cuales operamos en nuestra vida cotidiana. En el colegio o trabajo llueven las burlas y sobrenombres para el “gordo”, el “orejón”, el cara de...”, el “chico”; se habla del “peruano que come palomas”, que “nos quita la pega”; del mapuche “flojo” y “borracho”; del trabajo que nos está quitando la “invasión” de “chinos y coreanos”, etc., etc. Solemos identificarnos con un imaginario grupo que poseería supuestos atributos que serían superiores a los del resto, así, mientras más cerca de estos atributos mejor. Casualmente si uno cumple todos estos atributos, acabaríamos pareciéndonos bastante a los miembros de la élite.
Esta discriminación interiorizada en nosotros, divulgada en las escuelas, en la televisión, en los chistes en contra de los “negros”, los “maricas”, los “gangosos”, etc., tiene raíces cultivadas por el propio sistema y para el beneficio de quienes lo controlan. Y es que cuando las mujeres son consideradas inferiores a los hombres, es más fácil socialmente pagarle malos sueldos y violar sus derechos laborales; si el peruano, el boliviano, el ecuatoriano, el haitiano, etc., pertenecen a países con una cultura inferior, países enemigos y son inferiores a los chilenos, no hay motivo entonces para tratarlos dignamente y podemos entonces esposarlos frente a La Moneda por pasarse una luz roja; si los árabes son todos unos terroristas, entonces es justificado invadir sus países y sospechar de un pakistaní que entra a la Embajada de Estados Unidos; si los mapuche son todos unos flojos, borrachos, quema bosques, entonces se justifica la militarización de la Araucanía, la violencia y la defensa del empresario forestal.
Y es que los prejuicios y la discriminación son útiles para algunos, sobretodo cuando se trata de ocultar las diferencias y desigualdades sociales. Ellos impulsan a que nos peleemos contra “los peruanos que nos quitan la pega”, contra “el chino que arruina al pequeño comerciante”, contra el “mapuche terrorista”, contra el “homosexual que pone en peligro a la familia”, etc., y de esta forma evitar que nos organicemos y luchemos por una sociedad tolerante, justa e igualitaria, una sociedad que no quieren “los ricos”.
En el caso de las orientaciones sexuales, se nos dice que “la homosexualidad es una enfermedad” y se recurre a una supuesta naturaleza humana en donde sólo existen relaciones entre un hombre y una mujer. A decir verdad, la satanización de las relaciones entre personas del mismo sexo deriva de decisiones netamente político-económicas tomadas bajo ciertas circunstancias históricas.
Hacia el siglo XII en Europa existía la actividad homosexual sacerdotal de manera explícita, sin embargo, cuando la Iglesia Católica tuvo que enmarcarse dentro del modo de producción feudal, tuvo que cambiar su visión respecto a las relaciones hetero y homosexuales del clero. Debido a que las tierras eran heredadas por los hijos mayores de un progenitor, la Iglesia vio el peligro de perder sus inmensas propiedades si es que los sacerdotes tenían hijos, por lo que decidió prohibir a los sacerdotes el matrimonio y la actividad sexual. Luego, en el Tercer Concilio Lateranense en 1179, se decidió eliminar todo tipo de actividad sexual en el clero, prohibiendo también las relaciones homosexuales y desarrollando toda una visión negativa a respecto.
Demonizada la homosexualidad por la Iglesia desde ese entonces, no por criterios celestiales por cierto, la visión negativa respecto a ella cobraría nuevamente impulso con el desarrollo del sistema capitalista y el establecimiento de la familia nuclear como norma. En su desarrollo inicial, el capitalismo se dio cuenta de que era difícil integrar a la actividad productiva en las fábricas el embarazo, la crianza de los hijos y el cuidado de los ancianos, por lo que se impuso que estas tareas debían ser realizadas por las mujeres en la casa. Esta familia nuclear, con el hombre trabajando y la mujer encargada de las labores domésticas y el cuidado de menores y ancianos, persiste como norma social hasta hoy en día. Es para la legitimación y mantención de este tipo de familia que desarrollaron normas morales para prohibir las relaciones extramaritales y la actividad sexual de los jóvenes. Esto porque el salario que entregaba el capitalismo tomaba en cuenta a este tipo de familia y sus necesidades para mantenerse viva y desarrollarse, lo que era distorsionado si el jefe de hogar tenía hijos por fuera del matrimonio o si los menores tenían a sus propios hijos.
Ahora bien, si para los jóvenes estaban prohibidas las relaciones con el sexo opuesto, se podría producir la tendencia a tener relaciones con personas del mismo sexo y que esto se convirtiese en norma, peligrando entonces la reproducción humana, que para el capitalismo es la reproducción de la mano de obra. El sistema condena entonces la homosexualidad y las necesidades morales y éticas del capitalismo y de la Iglesia católica entran en armonía en este terreno, inculcándose culturalmente la discriminación hacia las personas con una orientación sexual distintas a las de la norma.
Hoy en día, cuando las condiciones de producción han cambiado, cuando el sueldo ya no alcanza para nada y hay que recurrir al crédito, cuando la familia nuclear como institución se debilita, cuando los jóvenes son padres a temprana edad, cuando se visibilizan las relaciones entre personas del mismo sexo, quienes sostienen su poder y sus privilegios en estas estructuras, en estas visiones de mundo, bajo estos dogmas, entran en pánico y reaccionan. Sectores religiosos fundamentalistas, la Iglesia católica, la UDI, RN y la DC y todas sus estructuras funcionales (mediáticas, ideológicas, educativas, culturales, etc.) salen en la cruzada en defensa de sus valores y principios, es decir, del manto ideológico-cultural que resguarda sus intereses.
Esta cruzada inculca el odio, la intolerancia y una sutil discriminación que se conjuga con las actitudes discriminatorias presentes en cada uno de nosotros, que se nos han infundido durante toda la vida, y en algunos casos, esto se convierte en odio y discriminación organizados, sistematizados y encauzados hacia el que es diferente.
Si queremos que estas tragedias no vuelvan a ocurrir, necesitamos una Ley Antidiscriminación, por supuesto, pero sobretodo necesitamos cambiar nosotros mismos, sacarnos la intolerancia que llevamos dentro y luchar contra este sistema discriminador, injusto y desigual que privilegia a unos pocos.
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