Entrevista a María Prado Esteban por Arturo Borra
1) Al menos en la Europa de la última década algunos movimientos sociales –tal como ocurre con el movimiento 15-M- han reactivado de forma más visible un cierto espíritu libertario. ¿Qué factores inciden en este retorno del anarquismo? De forma inversa: ¿por qué ese espíritu libertario no cuenta con apoyos sociales más amplios?
El 15-M, en su sector más auténtico y popular, al plantear la cuestión del Estado y el autogobierno, puso sobre la mesa la cuestión central de toda acción revolucionaria. Sin embargo tal idea ha quedado reducida a genial intuición no desarrollada ni materializada en un programa.
La posibilidad de superar la sociedad con Estado requiere un proyecto que tome en cuenta la excepcional complejidad de tal objetivo, pero, a día de hoy, sigue siendo un “estado de ánimo”, una inspiración que no se expresa en propuestas fundamentadas.
El problema es que el pensamiento libertario sigue operando con ideas elaboradas hace más de cien años en una realidad muy distinta de la de hoy. La sociedad actual, de la “información y el conocimiento”, en verdad del adoctrinamiento y el oscurantismo, el fideísmo religioso y la barbarie, no puede ser vencida con proyectos que ignoran la potencia excepcional de los mecanismos de dominación puestos en marcha por los Estados desdela Segunda Guerra Mundial.
De hecho, muchas de las ideas y las luchas que hoy se presentan como anarquistas toman su referencia y sus análisis del bagaje político de la socialdemocracia y aspiran a ampliar el Estado del bienestar como paradigma de la completa felicidad social. La industria de la conciencia, dominada por la izquierda desde hace casi cuarenta años (pronto serán cuarenta años de paz) ha matado casi por completo el pensamiento libre y ha impuesto una visión deformada de la realidad a varias generaciones.
La revista “Estudios”, proyecto en el que estoy comprometida, pretende precisamente, contribuir a la renovación del pensamiento libertario, a su adecuación al siglo XXI por la investigación independiente, autogestionada y comprometida de las realidades del presente. Desde mi punto de vista este es el único camino a conseguir una presencia social auténtica y con futuro.
2) Admitamos que no hay garantías para la promesa de otro mundo posible. En esas condiciones de incertidumbre, ¿cómo movilizar a diferentes sujetos colectivos en la construcción de un porvenir deseado?
Me parece fundamental partir del reconocimiento de que existe incertidumbre e indeterminación en el devenir humano. La concepción de la historia como proceso sin sujeto, que toma su modelo de la mecánica, ha sido uno de los productos ideológicos más nocivos que hemos heredado de la Ilustración; es profundamente desmovilizador y envilecedor pues hace confiar en que el desenvolvimiento del propio sistema contiene su negación y anula completamente la acción del sujeto que queda reducido a nada. La historia, en los hechos comprobables, es una sucesión de encrucijadas en las que se entretejen multiplicidad de factores y permite abrir, no todas, pero sí un manojo de posibilidades en cada momento histórico. De entre esos componentes las decisiones y la acción del sujeto, como sujeto social, es una condición cardinal, por lo tanto hay una responsabilidad tanto social como individual en lo que la historia es.
El problema de la movilización es cuestión esencial pero olvidamos a menudo que el sujeto humano se mueve por ideas antes que por ninguna otra cuestión. No son, por sí, las condiciones materiales, la pobreza o la opresión lo que alimenta las revoluciones sino la conciencia sobre el significado de esos hechos y, ante todo, la capacidad para idear otro modelo distinto. Por ello escribe Soledad Gustavo que “las revoluciones no son hijas del estómago sino de la conciencia”.
Es en este plano, el de la conciencia en el que el sistema tiene hoy la iniciativa de forma concluyente y definitiva. El sujeto de las sociedades de la modernidad tardía ha interiorizado el fondo esencial del Estado y el capitalismo. Está enfrentado trascendentalmente con sus iguales, es egotista y solipsista hasta la médula, se mueve únicamente por su interés personal, todo lo espera de las instituciones en la forma de servicios del Estado, confía en que el dinero es la base de todas las libertades y por lo tanto el bien más deseado. Adora la comodidad y deplora cualquier sacrificio. Su espíritu anti-burgués, cuando existe, se funda en la envidia de las formas de vida de los ricos, por lo que solo alcanza a considerar la posibilidad del reparto de la riqueza pero no le atormenta la desaparición de la libertad.
Nada hay que tenga menos influencia social que la idea de autogestión porque todo el mundo anhela más y más “servicios públicos” que resuelvan sus necesidades vitales de la cuna a la tumba. En esta situación movilizarse es, en primer lugar, crear un nuevo paradigma que supere los fundamentos de la sociedad con Estado y con capitalismo. Pero eso no es fácil porque hoy la felicidad (como tranquilidad de ánimo y pequeños goces domésticos) está muy por encima de la libertad como ideal de vida.
3) La frontera entre marxismo heterodoxo y anarquismo no siempre resulta nítida, aunque sus diferencias con respecto al estado son conocidas. En este punto, ¿qué puede aportar ese discurso marxista al movimiento libertario?
Creo que el pensamiento libertario no debería perderse en debates ideológicos en un momento tan complicado como el presente. Establecer sistemas de ideas generales e intemporales es la garantía de permanecer en la marginalidad a la que parece que nos abocamos. La otra posibilidad nos obliga a poner toda nuestra energía en el análisis de los grandes cambios que han tenido lugar tanto en la esfera del poder constituido como en la naturaleza de la vida y de la conciencia de las clases populares.
Será necesario hacer frente a problemas sociales que difieren (por la forma concreta en que existen) en mucho de las que enfrentaron el marxismo y el anarquismo en sus orígenes. El descomunal crecimiento de los Estados y la integración del pueblo en sus proyectos, el adoctrinamiento intensivo de la población en el sistema educativo, el uso de las ideologías en la forma de religiones políticas y la imposición de las mentiras útiles al poder a través de ellas, la obligación universal del trabajo a salario con formas de laborar cada vez más dirigidas, jerarquizadas, embrutecedoras y degradantes. La publicidad masiva, el consumo inmoderado y dirigido, la falsificación de la historia, la destrucción de todas las formas de vida horizontal, la desaparición de la vida privada, la completa segregación entre los sexos, la desaparición de la socialidad, la destrucción del lenguaje, la victimización de amplios sectores sociales y el surgimiento de leves (por el momento) vientos liquidacionistas, todo ello como parte del proceso de deshumanización en curso que alumbra la aparición de un neo-siervo que ame y defienda su esclavitud.
Todo esto se produce en el contexto de la grave crisis de Occidente que presenta multiplicidad de planos de conflicto; es la crisis del imperio occidental que ha sido el director de la historia en los últimos quinientos años, lo es también de sus formas políticas y económicas, es decir, es crisis de las elites mandantes, pero, a la vez, incluye la consunción de la experiencia histórica, cultural, antropológica y estética del pueblo que ha tenido en Occidente señas de identidad claramente positivas, propias y singulares respecto al poder, constituyéndose como sujeto histórico con mismidad y proyecto propio.
4) ¿De qué forma podría concebirse la transición desde los actuales estados-nación a una sociedad sin estado, dando por sentado que los grupos hegemónicos ya despliegan todos los medios disponibles –sin excluir la violencia- para retener su régimen de privilegios? ¿Cómo se regularían los conflictos tanto en la vida pública como privada en esa sociedad autogobernada?
El Estado surgido de las revoluciones liberales, que no es estado-nación porque se constituye como coalición de las elites locales que imponen a los pueblos un modelo de poder centralizado y maximizado, ha cumplido un ciclo histórico y ha obtenido victorias de orden estratégico. El sistema no solo ostenta el monopolio de la violencia sino que le pertenece la iniciativa estratégica en todos los frentes; la desaparición del pueblo como sujeto colectivo con un proyecto ajeno al Estado y enfrentado con éste está a punto de ocurrir, con ello puede decirse que el sistema estatal-capitalista habrá culminado su proyecto histórico.
Aún en estas condiciones es pertinente que pongamos sobre la mesa la posibilidad de una sociedad sin Estado y los complejos problemas que tal ideal plantea. La democracia no puede sustentarse sino en un sistema de asambleas pero esta reunión, cuando se convierte en pura formalidad, no es eficaz ni resolutiva como ha demostrado el 15-M.
La competencia de la asamblea requiere de unos factores previos que es necesario conseguir y que afectan en primer lugar a la calidad de las personas que conforman el grupo. La participación política y la autogestión de la sociedad no es un ejercicio lúdico, cómodo y relajado porque implica que toda la comunidad asuma la responsabilidad sobre los problemas comunes, es decir, se comprometa. Por ello una sociedad basada en los derechos, en recibir antes que en dar, no puede ser sin Estado, porque para superar el Estado la existencia de cada individuo debe estar volcada en los deberes y las obligaciones hacia los demás y hacia sí mismo evitando que se constituya un aparato de protección pues, como dice Carl Schmitt el “protejo ergo obligo es el cogito ergo sum de los Estados”.
Asumir las tareas que implica la dirección colectiva de lo común requiere mucho esfuerzo, por ello una sociedad hedonista no puede ser sin Estado. La convivencia ha de ser buena y plena para que las estructuras de gestión colectiva funcionen, por eso una sociedad del enfrentamiento, el individualismo gregario, el victimismo frente a los iguales y la intolerancia, no puede ser sin Estado. Para autogestionar la vida se necesita buscar soluciones creativas desde el estudio concreto y profundo de cada situación, la reflexión tiene que ser una tarea tanto personal como colectiva, por eso una sociedad dogmatizada, cargada de consignas y axiomas y de pereza mental no puede ser sin Estado.
Una sociedad sin elites de dirección exige, por ello, cambios fundamentales en la cosmovisión que hoy domina, ha de superarse el ideario burgués que impera ampliamente y poner otros valores y aspiraciones en el centro de la vida: la o el sujeto que conforme la viabilidad del gobierno de los iguales tiene ante sí una tarea épica y debe dotarse de la fuerza y energía para acometerla, cuestión que, básicamente, ha de hacer por sí mismo y no esperarla de nadie, ha de bregar por la convivencia superando la idea de que la afinidad sea el único bien y aprendiendo a mirar con respeto y consideración las opiniones diferentes, ha de rechazar el poder en todas las circunstancias y poner especial énfasis en no desearlo para sí, tiene que desplegar todas las posibilidades del propio entendimiento a favor de la colectividad, ha de superar el concepto de la justicia para aspirar al de magnanimidad, ha de aprender a permanecer en minoría con dignidad y en mayoría con tolerancia. Una sociedad que desee el autogobierno tiene, necesariamente, que poner en un lugar central el amor, porque una sociedad sin amor tiene que ser, necesariamente, una sociedad con Estado.
Más no basta con desearlo y constituir el “espíritu” de la revolución, habrá que enfrentar una enorme cantidad de problemas, políticos, materiales, militares y económicos. Si la asamblea es una estructura de autogobierno muy eficaz en el plano local ¿Cómo abordar el plano global? ¿Es necesaria la existencia de entes supralocales? ¿Cómo se han de dirimir los conflictos entre asambleas? ¿Cómo evitar que el germen del Estado se vuelva a desarrollar? A todas estas cuestiones habría que añadir todos los problemas derivados del inevitable choque con la violencia estatal. Son más, en realidad, las preguntas que las respuestas lo que significa que queda mucho por hacer.
5) Uno de los reproches más repetidos con respecto a la izquierda es su dificultad de construir frentes de lucha en común. ¿Qué responsabilidades históricas tiene el anarquismo en la fragmentación de esos movimientos que buscan activamente una transformación social radical?
Creo que el pueblo fue y debería ser, en el caso de existir, uno. La unidad no ha de hacerse en torno a las estructuras orgánicas y los partidos. No estoy en contra de que existan agrupaciones de afinidad pero creo que no deben suplantar al pueblo como sujeto colectivo diverso, plural pero fusionado como grupo que aspira al autogobierno. Esto no se ha entendido históricamente, la organización de la política a través de camarillas y grupos de presión como partidos, que pertenece a la tradición de la deplorable revolución francesa, ha contaminado la vida social y parece que nos obliga a pensar en ese paradigma.
Por otro lado yo no considero a la izquierda, en cuanto estructura orgánica, como parte de las fuerzas de la revolución sino que ha sido, desde la transición, el principal artífice de los proyectos del Estado y el capitalismo y agente de la destrucción de todos los movimientos de masas no dominados por sus aparatos. Sin embargo entre las bases de los partidos de izquierda o entre quienes simpatizan con ellos hay muchas personas valiosas que autoliquidan su espíritu revolucionario en actividades estériles y reaccionarias.
En mi opinión no se trata de llegar a acuerdos con la izquierda sino en recuperar la unidad básica del pueblo superando la obsesión dirigista de los partidos políticos.
6) ¿Por qué deberíamos renunciar a abrir un frente de lucha también (aunque no solamente) en las instituciones del estado, considerando que sus políticas nos afectan de forma directa? ¿Qué posibilidades reales hay de articular «representación parlamentaria» y «democracia directa»?
Si se desea el autogobierno y la autogestión, la sociedad sin Estado y sin capitalismo no hay nada que hacer en las instituciones. Hay que tener claro que en los “órganos participativos” no es donde se toman las auténticas decisiones, no son, por tanto, el verdadero gobierno de la sociedad, lo sustancial se decide en las altas esferas del ente estatal y, sobre todo, en el ejército, cuestión que hoy se ha olvidado porque vivimos envueltos en ese halo de irrealidad que crea la sugestión propagandista del Estado.
El voto no fue una conquista del pueblo en 1890 ni de las mujeres en 1931, fue el camino a establecer la cooperación de los de abajo en su propia esclavitud lo que sigue siendo verdad hoy. No creo, por lo tanto en la participación institucional, más bien considero que hemos de autogestionar el máximo posible de las cosas que nos afectan y mantenernos ajenos, tanto como sea posible, a los organismos del Estado.
7) Una lectura habitual de la célebre expresión “pasar del gobierno de los hombres a la administración de las cosas” es que ese pasaje equivale a una clausura de lo político, esto es, a una sociedad reconciliada, libre de antagonismos. En caso que resulte válida esa lectura, ¿hasta qué punto no se reintroduce un principio teológico en la historia humana, esto es, una dimensión mesiánica en la que el Otro es plenamente integrado a la comunidad?
El gobierno de los “técnicos” es otra utopía reaccionaria, en ese constructo el ser humano desaparece en cuanto humano para reaparecer como ente o cosa que es administrado junto al resto de las cosas. Pertenece a ese ideario, que cobra fuerza en nuestros días, de que todo lo complejo, conflictivo, difícil y problemático debe desaparecer para dar paso a una sociedad de lo fácil, lo ligero y, sobre todo, lo simple. La simplicidad es un rasgo común al pensamiento utópico, el tecnoutópico y el religioso, con ello se ahoga la posibilidad de enfrentar los verdaderos problemas de la condición humana que son extremadamente complejos e intrincados y que tienen aspectos que permanecen en el espectro de la incertidumbre. Esos problemas son la urdimbre en la que se inserta cualquier proyecto político superador del Estado por lo que no ponerlos en el centro nos condena a permanecer en el sistema de gobierno de las minorías y la opresión de la mayoría.
Aceptar que ninguna sociedad perfecta y armónica nos espera, porque tal comunidad no sería ya humana, es la primera condición para poder aspirar al bien social posible. Solo puede concebirse el ascenso de la libertad como libertad limitada realizable, la buena convivencia como equilibrada relación entre lo individual y lo comunitario. Pero la relación entre la esfera personal y la social tendrá siempre un punto de contradicción y conflicto que solo puede ser superado parcialmente comprendiendo que lo colectivo, para darse como limitación de la opresión y no como su maximización (cosa que sucede por ejemplo en las sociedades orientales en el que cada individuo es, tan solo, el engranaje de la gran máquina social), ha de basarse en la mejora y excelencia de cada sujeto que hará una aportación original, única y insustituible a la comunidad de modo que lo colectivo será tanto más potente cuanto más elevada sea cada una de sus singularidades.
8) En algunas variantes ácratas, de modo similar a lo que ocurre en el liberalismo, la noción de «poder», circunscripta al estado, es concebida en términos negativos y represivos. Ahora bien, ¿qué implica desistir de toda forma de poder? ¿Qué puede hacer el antipoder ante poderes imperiales globales, despreocupados de la injusticia cotidiana y de la violencia que ejercen sobre millones de seres humanos?
El aparato académico gusta de los debates abstractos y conceptuales. El poder no es un concepto sino un hecho real materializable en múltiples actos. No deseo definirme sobre el poder en general sino entender el fundamento de la autoridad ilegítima, en primer lugar la del Estado , que es la fuente de la mayor parte de la iniquidad social. La sociedad actual se desgarra en luchas por la supremacía, en enfrentamientos múltiples entre facciones entregadas a conseguir cuotas de poder para sí frente a los otros iguales. El “homo hominis lupus” de Hobbes se ha hecho realidad y, con ello, la justificación del Estado que es el órgano imprescindible para poner orden en la jauría social. Todas las corrientes que azuzan estas batallas son agentes del Estado pues ocultan el origen del mal y lo señalan donde no es sino secuela y síntoma.
Lo es, por ejemplo, el feminismo que ha urdido una guerra civil entre los sexos con el argumento de que los hombres han abusado históricamente de las mujeres, una falacia que no es verificable cuando se contrasta con los hechos de nuestra historia (que no es la historia universal, obviamente), mientras que sí se puede confirmar que fue el Estado el que definió la obligación jurídica de la prevalencia del varón a través de sus leyes positivas (para nuestro tiempo el hito fundamental es el Código Civil de 1889). Sin embargo la conflagración entre mujeres y varones es muy positiva para el ente estatal que ha ganado a una parte de las féminas para sus planes y ha desactivado a otra gran porción que viven en la confusión y la parálisis por causa del conflicto psíquico que provocan tales construcciones que obligan a la mujer media a “comulgar con ruedas de molino” y reescribir su propia biografía para hacerla coincidir con la ortodoxia.
Quienes consideran, como Stirner, que el único dios verdadero es su propio Yo, y sacralizan el individuo aislado de sus iguales, enfrentado trascendentalmente con ellos para hacer prevalecer sus deseos, opiniones y necesidades, no son sino los funcionarios del Estado encargados de liquidar a su enemigo.
La pugna entre el Estado y el pueblo (si existiera) se daría en la forma de desafío entre dos poderes de naturaleza muy distinta, mientras el poder del Estado deviene de la hegemonía de la minoría y la dominación sobre la mayoría, el poder del pueblo reside en el pacto entre iguales en pos de unas metas elegidas y el compromiso para, unidos en lo sustantivo, permitir la diversidad y el albedrío en todo lo demás. No sabemos si podrá darse tal combate singular y cómo podría manifestarse el choque con esos poderes imperiales globales. A lo largo de la historia muchas guerras asimétricas las ganaron los débiles; el ejército de Napoleón, el más potente desplegado hasta entonces en Europa, con 260 mil hombres fue mantenido en jaque por unos 50 mil guerrilleros, con una participación general del pueblo, incluidas las mujeres y con propuestas militares muy creativas y poco ortodoxas ¿Es imbatible el poder militar actual? No lo sabemos.
9) La abolición de todo principio de jerarquía a menudo choca contra el reclamo de autoridad por parte de una subjetividad que con Guattari podemos denominar «capitalística». ¿Cuáles serían los espacios estratégicos fundamentales para cambiar esa subjetividad dominante y qué papel deberían jugar los intelectuales en este proceso de cambio?
No creo en la función de los intelectuales sino en la autogestión del conocimiento. En la situación actual la tarea más apremiante es de orden intelectivo y a ello deberíamos entregarnos todos los que aspiramos a la transformación social positiva ¿Porqué habríamos de crear una casta intelectual? Más bien todos y todas hemos de asumir los quehaceres necesarios para ampliar la esfera de la revolución, sean estos del tipo que sean, poniendo las bases para crear el sujeto capaz de transformar el mundo que será, obligatoriamente, un individuo no especializado sino que aspire a la integralidad y a desplegar sus potencialidades en todos los campos.
Más es cierto que aún rompiendo con la coraza de la especialización cada sujeto seguirá siendo limitado pues la totalidad no es alcanzable por el individuo, por lo tanto cada uno, al aportar aquello en que es mejor, ejercerá una cierta autoridad sobre los demás. Este hecho, per se, no supone establecer una jerarquía social pues quien sea autoridad en una parte será discípulo de los otros en otra. Claro que ello plantea una inquietante reflexión a tener muy en cuenta, que si una parte de la sociedad se derrumba en la comodidad y abandona sus obligaciones la jerarquía se impondrá casi de forma natural. Eso significa que una sociedad sin poderes ilegítimos solo lo será mientras mantenga a la casi totalidad de sus miembros en situaciones límite de esfuerzo y dedicación para sostener el ideal de la libertad y la convivencia humana y, por lo tanto, haga innecesaria la existencia de una casta intelectual, política o militar.
10) La actual arremetida del capitalismo mundializado, facilitada por la institucionalización del estado de excepción, parece estar conduciéndonos a un punto de no retorno en el que el desastre ecológico y social es una posibilidad cierta, nada remota. ¿Cómo reinventar las luchas libertarias en el siglo XXI, considerando esta dinámica económico-política que nos enfrenta a una situación inédita en nuestra historia?
Nos hallamos, efectivamente, a las puertas de una catástrofe de dimensiones dramáticas. La principal tragedia del momento presente no es la económica o la ecológica, ni siquiera, con ser terrible, la amenaza de guerra, lo peor es la desintegración del ser humano que hoy se está realizando; una demolición planificada de la interioridad del sujeto que está siendo vaciado de todo lo autoconstruido para ser rellenado con materiales elaborados directamente en los dominios del Estado.
Comprender las estructuras de la deshumanización y las formas como ésta se produce es cardinal hoy pues solo comprendiendo este proceso es viable enmendarlo. Entre estos instrumentos están: el Estado del bienestar que ha despojado al individuo de la autogestión de las propias necesidades vitales y las de sus cercanos, convirtiéndolo en un infantiloide, inepto para la supervivencia, incapacitado para tomar decisiones en torno a su propia vida y ha destruido la trama de la convivencia horizontal que, al quedar sin funciones, era más fácilmente eliminable. El trabajo asalariado, que se organiza de tal manera que impide el acto del pensar, anula el juicio, embrutece de forma superlativa, educa en la obediencia ciega y ocupa una parte cada vez mayor del tiempo de vigilia de las personas; algunas corrientes como el feminismo han hecho del salario la bandera de la emancipación creando una generación de mujeres que aman sus cadenas, adoran el embrutecimiento laboral diario, se enamoran de lo repetitivo, parcializado y dirigido desde fuera y renuncian, por ello, a la vida personal y privada. El aparato de adoctrinamiento que asalta al individuo permanentemente, que incluye la publicidad, la industria del espectáculo, con el cine a la cabeza, la “literatura” que no podría, si se examina con rigor, llamarse con tal término, el funcionariado estatal, las diversas ramas de la industria dedicadas a la conciencia y su modificación (psicología, sociología, etc.), la Organizaciones No Gubernamentales (que viven de las subvenciones y ejercen de apóstoles del Estado benéfico) y, sobre todo, el sistema educativo y la universidad. El individuo del presente es así aleccionado de la cuna a la tumba y está en trance de, como el personaje de Orwell, no entender otra cosa que consignas.
La reescritura de la historia que materializa un desarraigo fenomenal del sujeto, un vaciamiento interior y una rotura con su pasado que es presentado como la suma de todo lo infame y corrompido; se complementa con la obligación política impuesta de escupir sobre la cultura occidental devenida, para las clases con poder, en origen de todos los males del mundo, de ese modo la experiencia civilizada de los pueblos europeos que ha tenido una presencia real y propia en la historia de Occidente es arrojada al vertedero de la historia camuflándola entre las perversidades realizadas por los poderhabientes.
Lo que asciende en este momento es un modelo de sociedad de la barbarie, un capitalismo esclavista, que ya se ha hecho real en China y los emergentes, un modelo político del despotismo ilimitado; probablemente para producirse el salto cualitativo a ese nuevo paradigma será necesaria una guerra, lo que vendrá después solo podemos intuirlo.
Más allá de preguntarnos si es posible hacer frente a una situación de catástrofe civilizacional como la que padecemos deberíamos únicamente preguntarnos si es necesario… y hacerlo.
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