por : Agrupación Combativa y Revolucionaria (ACR), Chile
Los millones que se movilizaron contra el presidente Morsi y sus medidas antipopulares y autoritarias celebraron como un triunfo el “golpe preventivo” del ejército que derrocó al gobierno de la Hermandad Musulmana con la colaboración del conjunto del arco opositor –desde el liberal ElBaradei hasta organizaciones juveniles surgidas de la lucha contra la dictadura de Mubarak-.
Pero estas ilusiones ya están chocando con la realidad. El ejército está mostrando una vez más que lejos de estar del lado del pueblo, es el encargado de enterrar el proceso revolucionario y garantizar la continuidad de lo fundamental del régimen.
El 8 de julio, las fuerzas de seguridad asesinaron a 53 manifestantes y detuvieron a varios cientos, durante una protesta de la Hermandad Musulmana que exigía la restitución del presidente Morsi y la liberación de los dirigentes encarcelados tras el golpe. Esta brutal represión es un anticipo de que las fuerzas de seguridad actuarán contra quienes se opongan en las calles a los intentos de restablecer el orden, como hizo el ejército cuando estuvo directamente al frente del gobierno durante la “transición” que siguió a la caída de Mubarak.
Estos acontecimientos pueden estar anunciando enfrentamientos más agudos en el marco de una profunda polarización social y política.
La cobertura civil del poder militar
Tras el derrocamiento de Morsi, el ejército está intentando darle un barniz de legitimidad a lo que a todas luces es un gobierno títere de las fuerzas armadas. El “gobierno técnico” tiene como presidente al titular de la corte suprema, Adly Mansour. Como vicepresidente encargado de la política exterior asumió M. ElBaradei, figura de la oposición burguesa nucleada en el Frente de Salvación Nacional, y como primer ministro al economista neoliberal Hazem El-Beblawi, fundador del Partidos Socialdemócrata y exministro de finanzas del gobierno militar en 2011.
Según la “hoja de ruta” diseñada por los militares, el presidente Mansour tendrá poderes dictatoriales hasta que se hagan nuevas elecciones presidenciales el año próximo. Como era de esperar, no se va a realizar una nueva asamblea constituyente sino solo enmiendas a la constitución actual, que fue aprobada en un proceso amañado y consagra un régimen de democracia burguesa tutelada con fuertes rasgos bonapartistas. El ejército conserva el control del presupuesto militar –incluido los 1500 millones de dólares que le entrega Estados Unidos- y todo lo referente a cuestiones militares. De esta manera se asegura la continuidad de su rol de árbitro y de institución dominante del estado.
Además, la declaración constitucional reconoce explícitamente al islamismo sunita como religión oficial del estado y a la sharia (ley islámica) como inspiración de la legislación estatal.
Un gobierno bonapartista, antiobrero y proimperialista
El nombramiento de El-Beblawi como primer ministro es una clara señal de que el ejército y el Frente de Salvación Nacional están decididos a sostener el poder militar, garantizar los compromisos del estado egipcio con el imperialismo (como la paz con el estado de Israel) y llevar adelante la política económica profundamente antiobrera y antipopular que no pudo concretar el gobierno de Morsi y la Hermandad Musulmana. Es conocida públicamente su posición favorable al recorte de los subsidios estatales a alimentos básicos y el combustible. Su nombramiento es una señal a los acreedores internacionales de que el ejército está dispuesto a avanzar en la reestructuración de la economía.
Este intento de las fuerzas armadas de poner en marcha un nuevo desvío ya fueron recompensados. El imperialismo norteamericano, que confía en el ejército egipcio como la única institución que puede garantizar la continuidad de sus intereses en la región y la seguridad del estado de Israel, evitó hablar de “golpe” (lo que haría cesar inmediatamente la ayuda financiera que recibe el ejército de parte de Estados Unidos) y saludó el plan de “transición” y la voluntad militar de convocar a elecciones. A su vez, las monarquías reaccionarias de Arabia Saudita y Emiratos Árabes Unidos, que tienen una disputa con otras potencias regionales como Turquía y Qatar por la hegemonía en Medio Oriente, salieron a apoyar al gobierno cívico-militar con promesas de préstamos que ascienden a 8.000 millones de dólares.
Esta coalición de militares, políticos burgueses, islamistas radicales y organizaciones oportunistas surgidas de la movilización, entre ellos el movimiento Tamarod (“Rebelde”), todavía es muy débil e inestable y podría resquebrajarse ante una escalada de movilizaciones –ya sea de la base de la Hermandad Musulmana o de sectores obreros y juveniles que salgan a enfrentar a este nuevo gobierno militar- o ante una respuesta represiva del ejército como la del pasado 8 de julio. Y el fantasma de una guerra civil parece tomar cuerpo en los enfrentamientos entre los partidarios de la Hermandad Musulmana y opositores laicos.
Quienes están colaborando con los militares como quienes se oponen y denuncian el golpe representan distintas variantes de cómo poner fin al proceso revolucionario egipcio, el más profundo de la llamada “primavera árabe”.
La Hermandad Musulmana ahora está enfrentada al ejército y llama a la movilización, pero hasta su caída fue el principal socio de las fuerzas armadas.
La oposición burguesa liberal “democrática” e incluso variantes islamistas radicalizadas como el partido al Nur son la máscara civil del poder militar. Este nuevo gobierno usará su poder para imponer una salida reaccionaria. Sin embargo, asume con el aliento de las masas en la nuca. La caída de Morsi fue producto de una movilización de masas sin precedentes, antecedida por una oleada de huelgas y protestas obreras, juveniles y populares. Esto demuestra que, hasta el momento, la clase dominante, el ejército y el imperialismo no han podido cerrar el proceso revolucionario abierto con la caída de Mubarak y que la cuestión del poder está planteada nuevamente en las calles. Más temprano que tarde los sectores avanzados de los trabajadores y la juventud sacarán la conclusión de que es necesario enfrentar este nuevo intento de desvío con una organización y una política independiente.
Pero estas ilusiones ya están chocando con la realidad. El ejército está mostrando una vez más que lejos de estar del lado del pueblo, es el encargado de enterrar el proceso revolucionario y garantizar la continuidad de lo fundamental del régimen.
El 8 de julio, las fuerzas de seguridad asesinaron a 53 manifestantes y detuvieron a varios cientos, durante una protesta de la Hermandad Musulmana que exigía la restitución del presidente Morsi y la liberación de los dirigentes encarcelados tras el golpe. Esta brutal represión es un anticipo de que las fuerzas de seguridad actuarán contra quienes se opongan en las calles a los intentos de restablecer el orden, como hizo el ejército cuando estuvo directamente al frente del gobierno durante la “transición” que siguió a la caída de Mubarak.
Estos acontecimientos pueden estar anunciando enfrentamientos más agudos en el marco de una profunda polarización social y política.
La cobertura civil del poder militar
Tras el derrocamiento de Morsi, el ejército está intentando darle un barniz de legitimidad a lo que a todas luces es un gobierno títere de las fuerzas armadas. El “gobierno técnico” tiene como presidente al titular de la corte suprema, Adly Mansour. Como vicepresidente encargado de la política exterior asumió M. ElBaradei, figura de la oposición burguesa nucleada en el Frente de Salvación Nacional, y como primer ministro al economista neoliberal Hazem El-Beblawi, fundador del Partidos Socialdemócrata y exministro de finanzas del gobierno militar en 2011.
Según la “hoja de ruta” diseñada por los militares, el presidente Mansour tendrá poderes dictatoriales hasta que se hagan nuevas elecciones presidenciales el año próximo. Como era de esperar, no se va a realizar una nueva asamblea constituyente sino solo enmiendas a la constitución actual, que fue aprobada en un proceso amañado y consagra un régimen de democracia burguesa tutelada con fuertes rasgos bonapartistas. El ejército conserva el control del presupuesto militar –incluido los 1500 millones de dólares que le entrega Estados Unidos- y todo lo referente a cuestiones militares. De esta manera se asegura la continuidad de su rol de árbitro y de institución dominante del estado.
Además, la declaración constitucional reconoce explícitamente al islamismo sunita como religión oficial del estado y a la sharia (ley islámica) como inspiración de la legislación estatal.
Un gobierno bonapartista, antiobrero y proimperialista
El nombramiento de El-Beblawi como primer ministro es una clara señal de que el ejército y el Frente de Salvación Nacional están decididos a sostener el poder militar, garantizar los compromisos del estado egipcio con el imperialismo (como la paz con el estado de Israel) y llevar adelante la política económica profundamente antiobrera y antipopular que no pudo concretar el gobierno de Morsi y la Hermandad Musulmana. Es conocida públicamente su posición favorable al recorte de los subsidios estatales a alimentos básicos y el combustible. Su nombramiento es una señal a los acreedores internacionales de que el ejército está dispuesto a avanzar en la reestructuración de la economía.
Este intento de las fuerzas armadas de poner en marcha un nuevo desvío ya fueron recompensados. El imperialismo norteamericano, que confía en el ejército egipcio como la única institución que puede garantizar la continuidad de sus intereses en la región y la seguridad del estado de Israel, evitó hablar de “golpe” (lo que haría cesar inmediatamente la ayuda financiera que recibe el ejército de parte de Estados Unidos) y saludó el plan de “transición” y la voluntad militar de convocar a elecciones. A su vez, las monarquías reaccionarias de Arabia Saudita y Emiratos Árabes Unidos, que tienen una disputa con otras potencias regionales como Turquía y Qatar por la hegemonía en Medio Oriente, salieron a apoyar al gobierno cívico-militar con promesas de préstamos que ascienden a 8.000 millones de dólares.
Esta coalición de militares, políticos burgueses, islamistas radicales y organizaciones oportunistas surgidas de la movilización, entre ellos el movimiento Tamarod (“Rebelde”), todavía es muy débil e inestable y podría resquebrajarse ante una escalada de movilizaciones –ya sea de la base de la Hermandad Musulmana o de sectores obreros y juveniles que salgan a enfrentar a este nuevo gobierno militar- o ante una respuesta represiva del ejército como la del pasado 8 de julio. Y el fantasma de una guerra civil parece tomar cuerpo en los enfrentamientos entre los partidarios de la Hermandad Musulmana y opositores laicos.
Quienes están colaborando con los militares como quienes se oponen y denuncian el golpe representan distintas variantes de cómo poner fin al proceso revolucionario egipcio, el más profundo de la llamada “primavera árabe”.
La Hermandad Musulmana ahora está enfrentada al ejército y llama a la movilización, pero hasta su caída fue el principal socio de las fuerzas armadas.
La oposición burguesa liberal “democrática” e incluso variantes islamistas radicalizadas como el partido al Nur son la máscara civil del poder militar. Este nuevo gobierno usará su poder para imponer una salida reaccionaria. Sin embargo, asume con el aliento de las masas en la nuca. La caída de Morsi fue producto de una movilización de masas sin precedentes, antecedida por una oleada de huelgas y protestas obreras, juveniles y populares. Esto demuestra que, hasta el momento, la clase dominante, el ejército y el imperialismo no han podido cerrar el proceso revolucionario abierto con la caída de Mubarak y que la cuestión del poder está planteada nuevamente en las calles. Más temprano que tarde los sectores avanzados de los trabajadores y la juventud sacarán la conclusión de que es necesario enfrentar este nuevo intento de desvío con una organización y una política independiente.
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