Este tipo de documentos forman parte de un procedimiento habitual de trasmisión de la información que proviene de embajadas y organismos internacionales de distinto tipo para la toma de decisiones de todos los gobiernos. El escándalo surgió porque los mismos, que están por lo general a disposición de los investigadores cada 25 o 30 años, tuvieron un alto impacto porque se refieren a episodios recientes y a dirigentes públicos en pleno ejercicio de sus funciones, algo parecido a lo que ocurrió hace años en Estados Unidos con los llamados papeles del Pentágono, que informaban sobre la participación militar de EEUU en Vietnam entre 1945 y 1967, dados a conocer en la prensa a partir de 1971 por Daniel Ellsberg, un funcionario de aquel organismo; o con el caso Watergate, que hundió al presidente Nixon en su afán de conocer los secretos políticos del Partido Demócrata, su adversario en las elecciones presidenciales.
Otra cosa ocurre con el impulso de la informática y de las comunicaciones, que tienen su origen en nuevas tecnologías creadas en la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría y luego adaptadas comercialmente a partir de los años ’60 y ’70, lo que posibilitó el surgimiento de bases de información con dos tendencias contrapuestas bien nítidas. Por un lado, para los Estados Unidos y otras potencias, implicó la posibilidad de controlar la vida de cualquier ciudadano del mundo, empezando por los de sus propios países. Por otro, permitió crear redes sociales y de conocimiento independientes que dieron la posibilidad de difundir ideas distintas de las de los medios manejados por los grandes poderes internacionales, tanto en la gráfica, como en Internet.
Era inevitable que “el ojo del mundo” procurara penetrar en ese torrente cada vez más caudaloso de información y tratara de introducirse en las fuentes que generan pensamientos o ideas disonantes o distintivas de las del imperio, incluyendo nombres y sectores políticos y económicos que afectasen sus intereses o su dominación a lo largo y ancho del globo. Ya no es una información propia de la acción diplomática, sino que constituye un acto de espionaje puro, como los de las agencias de Inteligencia. En este caso, antes de la Segunda Guerra Mundial, existía el FBI, una agencia nacional que cumplió también en ocasiones tareas de espionaje a nivel internacional, y durante el conflicto bélico se creó la OSS (Oficina de Asuntos Estratégicos), disuelta y reemplazada por Truman por la Agencia Central de Inteligencia, la bien conocida CIA. También fue creado en la posguerra el Consejo de Seguridad Nacional (NSC), ligado al presidente y que cobró cada vez mayor importancia en los circuitos de información.
Por otra parte, adelantándose a la aparición de Internet, los sistemas de conocer las comunicaciones de otros ya existían. A gran escala, la iniciativa más grande en este sentido emprendida por los norteamericanos fue el Proyecto Venona. La historia empezó durante la Segunda Guerra Mundial y sin hackers ni las posibilidades enormes de control que brinda la informática. El objetivo era entonces el de interceptar y conocer las comunicaciones existentes entre uno de sus principales aliados durante aquel conflicto, la ex Unión Soviética, con sus representantes diplomáticos, políticos o militares; agentes encubiertos; redes de espionaje; o, simplemente, ciudadanos influyentes en los Estados Unidos. Se contó, a su vez, con la colaboración del otro aliado, la también anglosajona madre patria británica.
De ese modo se concentraron y descifraron los cablegramas y mensajes que circulaban entre Moscú y América del Norte en plena guerra, y que, potencialmente, podrían amenazar la seguridad del país del Norte. El proyecto se denominó Venona y no llegaron a conocerlo, o sólo tuvieron de él un conocimiento parcial, inclusive algunos presidentes norteamericanos. Tampoco se tenía la certeza de que serviría para algo porque, en un principio, no podía descifrarse el contenido de los mensajes. Eso llegaría pronto y algo casualmente por un error de la inteligencia soviética, y aun así prevaleció el secreto sobre el contenido de los mismos hasta la caída del bloque rival, en la década de 1990, cincuenta años más tarde de haberse programado.
Todo comenzó en 1939, cuando el gobierno de Washington tomó la iniciativa de recolectar copias de los cablegramas que entraban y salían de los Estados Unidos, aunque recién a partir de 1943, el coronel Clarke, jefe de una rama especial de la División de Inteligencia Militar del Departamento de Guerra, ordenó descifrar aquellos que correspondían a intercambios con Moscú.
Los cables del Proyecto Venona indicarían, por ejemplo, que el ex subsecretario del Tesoro durante el gobierno de Roosevelt y fundador del FMI, Harry White, habría tenido contactos directos con los servicios de Inteligencia soviéticos, a quienes trasmitía o comentaba informaciones del gobierno o de sus actividades, aunque no resulta probado en ellos que hubiera pasado documentación alguna. El historiador oficial del FMI, James Boughton, señala en un artículo que si esos contactos existieron, tenían más que ver con propias responsabilidades oficiales o sociales en el contexto de la alianza norteamericano-soviética durante la guerra que con una actividad de espionaje.
Los cables Venona comprenden tres principales categorías: aquellos que contienen informes sobre las opiniones trasmitidas por espías norteamericanos, los informes de conversaciones entre funcionarios norteamericanos y rusos, y los que proveen sólo un contexto general o contienen información poco útil. ¿Eran esas conversaciones una forma de espionaje? ¿Eran meramente indiscreciones? ¿O eran un legítimo ejercicio de actividad profesional persiguiendo los objetivos de los EEUU a través de canales discretos?
Según Boughton, “emerge una interpretación benigna de la evidencia cuando se examinan [...] los contactos frecuentes [de White y otros funcionarios] con oficiales soviéticos durante la Segunda Guerra Mundial. El presidente Roosevelt estaba ansioso por desarrollar buenas relaciones de trabajo con Stalin [...] basadas en la importancia de la cooperación económica”. Por lo que descarta que fueran espías. Más importante que todo eso era la visión del internacionalismo rooseveltiano, que creía que el mantenimiento de la paz se hallaba estrechamente vinculado al fortalecimiento de la alianza norteamericano-soviética, lo que quizás habría evitado la llamada Guerra Fría. Por cierto, que esto no dependía sólo de Washington sino también de Moscú, cuyos servicios de espionaje externos e internos eran también relevantes, desde la Cheka al KGB, y en cuyo ejemplo se inspiró realmente Orwell para su novela 1984.
Otro caso notable fue el del espionaje atómico, que llevó a la ejecución, en junio de 1953, de los esposos Julius y Ethel Rosenberg. Las pruebas que llevaron a acusar a ambos no se basaban en el Proyecto Venona, que no era público y sólo lo conocían los servicios secretos, sino en delaciones del hermano de Ethel. Sin embargo, de esa manera pudo salvarse él mismo, aunque se declarara igualmente culpable, como sucede frecuentemente en la Justicia norteamericana.
Con respecto a los Rosenberg, su participación en una red de espionaje atómico fue confirmada sólo en parte por los cables Venona que ya se habían descifrado. Estos prácticamente exculpaban a Ethel Rosenberg y hubieran podido librar de la ejecución a su esposo por su rol menor en el affaire. Además, aun pudiendo haber existido espionaje, en tiempos de guerra ambos países eran aliados, no enemigos, y tal castigo no habría debido aplicarse en este caso. Al mismo tiempo, esos mismos cables daban a conocer a los principales responsables de la fuga de información atómica, que sufrieron sólo penas de prisión, como el físico alemán Klaus Fuchs. De este modo, la recolección de la información y su posterior manipulación produjeron dos víctimas fatales.
Como antes el comunismo, ahora el terrorismo es la principal justificación de lo que el gobierno de Estados Unidos llama operaciones de vigilancia, aunque en realidad se trata de un programa de obtención de información masiva que comenzó con el “acta patriótica” después de la caída de las Torres Gemelas y permitió investigar e interrogar a cualquier ciudadano sin autorización judicial alguna, y siguió con el Programa Prism, que controla todo lo que circula en Internet. Ni el mismo Orwell se habría imaginado esta pesadilla ya vigente desde el secretísimo Proyecto Venona.
Mario Rapoport / Página 12
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