Tras el terremoto que sacudió Haití el 12 de enero de 2010 el famoso tele-evangelista estadounidense Pat Robertson se apresuró a decir que la tragedia era causa directa del pacto con el Diablo a través del cual los fundadores de la nación caribeña habían obtenido la independencia de la Francia napoleónica, y que para probar su teoría solo había que comparar Haití con su vecino, República Dominicana: según Pat, un ejemplo de “prosperidad”, gracias a que la nuestra no es una república de satánicos.
Para ti, Pat, por supuesto que una república creada por esclavos africanos es obra del demonio, de los muertos en vida, de la magia negra. No pretendo aquí que te disculpes por tus “teorías”, sino que comprendas que ese pacto, no con el Diablo, sino con Oggún, deidad del trabajo, la fragua y la guerra, adorado en sus distintos avatares en ambos lados de la isla, no generó más maldición que la del bloqueo al que las potencias imperiales sometieron al pequeño país y la indemnización de 150 millones que exigió Francia en 1814 para reconocerles su independencia.
La maldición que ahora se cierne sobre los haitianos es producto de artilugios más potentes, siniestros y escurridizos que los que se hacen acompañar del tambor. Esta magia, como otros colegas han señalado, es la que se ampara en la ley para justificar un racismo despiadado. Ya la temían las víctimas del holocausto esclavista, quienes durante generaciones le vieron la cara a esa maldad que la avaricia habilita en los hombres. Entre las muchas tradiciones heredadas por la sincrética sociedad dominicana, esta magia sobrevive de manera especial. Tras casi un siglo de trabajos forzados y maltratos de todo tipo, queremos arrebatarle el derecho a la nacionalidad a los hijos que los haitianos tienen en la República Dominicana.
El pasado 23 de septiembre el Tribunal Constitucional dominicano ordenó a las autoridades del registro civil que realizaran un inventario de todas las personas nacidas en el país desde 1929 con el plan de desnacionalizar a todos aquellos nacidos de “extranjeros en tránsito”, categoría en la que caen los trabajadores haitianos legales e ilegales de la caña y de la construcción, y que en su mayoría llega, envejece y muere en la República Dominicana. La orden fue dictada mediante sentencia inapelable en el caso de la dominicana de ascendencia haitiana Juliana Deguis Pierre, de 29 años, quien junto a otras 48 personas había acudido a este tribunal porque desde 2007 la Junta Central Electoral, que administra el registro civil, le negaba duplicados de sus actas de nacimiento o sus cédulas de identidad asumiendo que eran hijos de inmigrantes ilegales. Limpieza étnica legal, pues, y en el caso de los que ya están muertos, como el líder del PRD (Partido Revolucionario Dominicano) Peña Gómez, un necrocidio, cosa que hasta en el territorio de la magia negra corre la milla extra.
Estos nigromantes harán desaparecer los derechos de unas personas que han hecho más por el país que los miles de fantasmas que cobran cheques sin acudir a sus puestos de empleo en la gran casa embrujada de la burocracia dominicana, sacrificarán al ídolo del racismo niños y jóvenes que no forman parte de la mayoría protagonista en la criminalidad local, pero sobre todo cerrarán el ciclo letal (como son cíclicas las maldiciones) en el que orbita el espíritu de la violencia y la muerte, portal de sangre abierto en octubre de 1937, cuando fueron asesinados en territorio dominicano más de 30.000 haitianos.
Queremos que construyan nuestras casas, iglesias y puentes, queremos que corten nuestra caña y que limpien nuestra mierda, pero sin formar parte de la sociedad civil, víctimas de una ilegalidad irreparable, para cuya superación nos abren cada vez más caminos los países del Primer Mundo, adonde los dominicanos acudimos de la misma forma, en cientos de miles. Pat, dime ahora, ¿de qué lado de la isla viven los diabólicos?
Rita Indiana es escritora dominicana, autora de Papi (Periférica, 2011) y Nombres y animales (Periférica, 2013).
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