Varios hombres con armas frente al edificio de Charlie Hebdo en París. Son policías, con chalecos antibalas, que llevan armas de largo alcance. Se quedan mirando a los escasos peatones que por allí pasan, de una forma que repugna e intimida. Los editores de Charlie Hebdoestán bien protegidos, algunos de ellos postmortem.
Si usted piensa que Francia no es un Estado policial como pueda serlo el Reino Unido o Estados Unidos, antes piénselo dos veces: militares y policías fuertemente armados se pueden ver en todas las estaciones de tren y muchos cruces, incluso en algunos estrechos callejones; los proveedores de Internet ahora espían de forma abierta a sus clientes; los medios de comunicación se autocensuran en sus artículos; la propaganda del Régimen se extiende por todos lados.
Pero la mayor parte de los franceses creen que viven en una sociedad abierta y democrática. Si se les pregunta sobre ello no tienen argumentos para defender lo que así creen, simplemente dicen que son libres.
Los empleados de Charlie Hebdo salen de vez en cuando a la calle para fumar. Trato de mantener con ellos una conversación, pero sólo me responden con frases muy cortas: hacen todo lo posible por ignorarme. De alguna manera, algo intuitivo, tienen la sensación de que no estoy aquí para contar la versión oficial.
Les pregunto: ¿por qué no se burlan del sistema neocolonista occidental, del ridículo sistema de elecciones, o de sus aliados occidentales que están cometiendo genocidios en todo el mundo: La India, Indonesia, Israel, Ruanda o Uganda? Impacientes me rechazan con sus gestos corporales. Tales cosas no les anima, y probablemente no se lo permitirían. Incluso los humoristas y los payasos de Francia saber cuál es su lugar.
Pronto me doy cuenta de que estoy haciendo demasiadas preguntas. Uno de los empleados simplemente echa una mirada en dirección hacia los policías armados. Comprendo el mensaje. No estoy de humor para un largo interrogatorio. Sigo adelante.
En el barrio, los mensajes de compasión hacia las víctimas se esparcen por varios lugares: las 12 personas que murieron durante el ataque a la revista el pasado 15 de enero. Hay banderas francesas y ratones blancos de plástico con el mensaje Je suis Charlie. En un cartel se proclama: Je suis humain. Otros mensajes dicen: “putos islámicos”, con una corrección en rojo que ha sustituido la palabra islámicos por terroristas: Putain de terroristes.
Pintadas de todo tipo en favor de la libertad: Libre comme Charlie, Libre como Charlie.
De repente aparece una mujer, muy bien vestida, muy elegante. Está de pie junto a mí durante unos segundos. Me doy cuenta de que su cuerpo tiembla. Está llorando.
- Era usted uno de sus parientes – le pregunto suavemente
- No, no, todos somos sus familiares. Todos somos Charlie – responde ella.
Me abraza, siento sus rostro húmedo en mi pecho. Trato de ser sensible, así que abrazo fuertemente a aquella mujer desconocida. No porque yo quiera, sino porque siento que no tengo otra opción. Cumplo con mi obligación cívica; me voy de allí.
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A quince minutos a pie del edificio de Charlie Hebdo se encuentra el Museo Nacional Picasso, y docenas de galerías de arte. Visito al menos 50 de ellas. Quiero saber todo lo posible sobre la libertad de expresión que el pueblo francés dice es su máximo anhelo y que, en justicia, defiende.
Pero lo que veo es una colección interminable de arte pop. Veo una ventana rota en una galería con un cartel que dice: “Usted rompió mi arte”. Se supone que aquello también es arte en sí mismo.
Una interminable serie de líneas y cuadrados, de todas las formas y colores imaginables. En varias galerías observo el arte abstracto al estilo de Pollock.
Digo a algunos propietarios de las galerías de arte si saben de algunas exposiciones que estén reflejando la difícil situación de decenas de miles de personas sin hogar, que a duras penas sobreviven al duro invierno parisino. ¿No hay pintores y fotógrafos que muestren los monstruosos tugurios que se arraciman bajo los puentes de ferrocarriles y autopistas? Y ¿qué pasa con las aventuras militares y de la inteligencia francesa en África, que están arruinando millones de vidas humanas? ¿No hay artistas que critiquen a esta Francia que se está convirtiendo en uno de los principales centro del Imperio?
Me echan miradas indignadas, o de disgusto. A otros claramente se les ve alarmados: no tienen ni idea de lo que estoy hablando.
En el Museo Picasso, el estado de ánimo es el institucional. Nadie diría que Picasso fue comunista, un pintor y escultor profundamente comprometido. Pasan los grupos de turistas alemanes, uno tras otro, por los pasillos bien señalizados, acompañados por los guías turísticos.
No permanezco mucho tiempo aquí. Este museo no me inspira, es más, siento una especie de castración. Cuanto más tiempo me quedo, más siento que se evapora mi espíritu revolucionario.
Voy a una oficina en busca de una estudiante de arte.
Le digo todo lo que pienso sobre este Museo y las galerías de arte que se encuentran alrededor:
“Todas esas miles de personas que desfilaban y escribían mensajes sobre Charlie Hebdo… ¿qué es lo quieren decir con la palabra Libertad? Me parece que no hay libertad en Francia, ninguna. Los medios están controlados y el arte se ha convertido es un especie de arte pop sin inteligencia”.
No tiene nada que decirme. “No sé, los artistas pintan lo que la gente quiere comprar”, me dice finalmente.
- ¿Realmente es así?
Le digo que en el Distrito 798 de Pekín se exhiben muchas obras con un significado profundamente político.
- En las sociedades oprimidas el arte tiende a ser más comprometido – me dice ella.
Le digo lo que pienso: para mí, y para muchas personas que he conocido en China, en Pekín se siente uno más libre, y el lavado de cerebro no es tan intenso y no se siente la opresión de París. Me mira con horror, con ese sarcasmo típicamente europeo. Piensa que la estoy provocando, tratando de hacerme el gracioso. No puedo decir lo que he dicho. Está claro, ¿no es cierto que los artistas franceses son superiores, y que la cultura occidental es superior a cualquier otra? ¿Quién lo duda?
Le doy mi tarjeta, pero ella se niega a decirme su nombre. Me voy con disgusto, como también me fui con disgusto de la Colección Peggy Guggenheim de Venecia.
Es el momento de tomarme un café, entro en un bar; también me tomo un vaso de agua. Un hombre enorme entra con su perro. Ambos se quedan junto a la barra, de pie. El perro pone sus patas delanteras sobre una mesa del bar. Ambos toman una cerveza: el hombre en un vaso y el perro en un plato. Unos minutos más tarde pagan y se van.
Garabateo en mi libreta: “En Francia, los perros son libres de tomarse una cerveza en los cafés”.
En el mismo barrio, me encuentro con el Archivo Nacional, con su hermoso grupo de edificios con jardines y un parque. Se celebra una exposición: cómo Francia colaboró con la Alemania nazi durante la Segunda Guerra Mundial. La retrospectiva es grande y muy completa: se incluyen imágenes y textos; se proyectan películas.
Por primera vez en varios días estoy impresionado. Todo me parece familiar, y muy íntimo.
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Por la noche me encontré con la Nueva Filarmónica de París, situada en las afueras, cerca de Porte de Pantin. Me las arreglé para pasar aunque no tenía invitación, para ver la exposición de apertura dedicada al compositor, director y escritor francés Pierre Boulez. Ese mismo Pierre Boulez que dice que hay que hacer partícipe al público del “mismo recorrido que hizo el compositor en el acto creador“
Ninguna protesta en la exposición, ni bromas dirigidas hacia Pierre Boulez. Todo está perfectamente orquestado. Un gran respeto para esta gran figura del establishment cultural francés, el Gran Aparato cultural.
Escuché un brillante concierto de música contemporánea, con la utilización de los nuevos instrumentos.
Pero en ninguna parte, en ningún sitio de los enormes espacios de la Nueva Filarmónica, oí ningún lamento, ningún réquiem por los millones de personas que literalmente son masacrados por el Imperio, del que ahora Francia es parte inseparable. No hay obras ni óperas dedicadas a las víctimas de Papúa, Cachemira, Palestina; Libia, Mali, Somalía, la República Democrática del Congo o Irak.
Mi nuevo amigo, Francois Minaux, está escribiendo una ópera sobre el bombardeo estadounidense de laLlanura de las Jarras durante la guerra secreta llevada a cabo por Occidente contra Laos. Yo le ayudo en este noble y enorme proyecto, pero paradójicamente, o quizás lógicamente, no vive en Francia, sino en Estados Unidos.
Cuando le hice saber mis pensamientos sobre el atentado de Charlie Hebdo y sobre la libertad de expresión en Francia, resumió:
“Es terrible. El mundo del arte es una mierda. Las personas unos zombis. La reacción en masa al ataque de Charlie Hebdo es deprimente. 1984 está aquí presente y la gente está ciega y no lo ve”.
Unas horas más tarde recibo un correo electrónico de Francoise, en el que reflexiona sobre su compleja relación con su tierra natal y su cultura:
“Ser francés hoy en día te impide expresarte con libertad. A principios del año 200 ya no podía aceptar la idea del marco cultural que se imponía a los artistas, y no aceptaban el cuestionamiento y el diferente enfoque sobre la creación artística. No es que me escupieran, simplemente me ignoraron. Así que me fui. Hay que viajar y vivir fuera de Europa para sentir el mundo.
También sentía que las obras de arte políticamente comprometidas no eran consideradas como verdadero arte en París. Esto ocurría en Francia: cualquier compromiso político se ve bien como propaganda o como anuncio. En la década del año 2000, sólo valía el arte por el arte. Vivíamos bajo una cúpula de cristal en los jardines de invierno. Estábamos protegidos por el Gobierno.
Nos hicieron saber que no se hablaba ni de política ni de religión en público. Tal vez el laicismo sea una buena idea, pero tanto la política como la religión se convirtieron en tabúes. Un clima de temor: ancianos y maestros que no discuten ni de política ni de religión ¡Entonces no nos dábamos cuenta! Ciertas cosas se prohíben en Francia.
Así que la vida en París se me hizo insoportable. No podíamos dar nuestras opiniones. No nos permitían comprender a los demás. La vida se hizo aburrida: no había nada importante de lo que hablar. Así que hablábamos de la comida grasienta y el vino francés. Los economistas describen la economía francesa como austera, pero yo iría más lejos diciendo que el comportamiento de los franceses, así como su identidad, es austera. Pero los franceses no pueden verlo porque ahora todos piensan lo mismo. Intentan mantenerse como franceses, pero se olvidan de cómo sangra el mundo, y cómo se preserva su identidad. Su cultura está construida sobre sangre, que fluye en las colonias francesas, la base del moderno Imperio francés”.
Entonces, ¿dónde están esas valientes mentes de Francia, aquellas personas que muchos de nosotros admiramos por su coraje e integridad?
No es que fueran perfectos, cometieron errores, como todos los humanos, pero se pusieron a menudo al lado de los oprimidos, alentando revoluciones y el fin del colonialismo. Se dieron cuenta de todos los horrores que la cultura occidental extendió por el planeta, desde hace siglos.
Emile Zola y Víctor Hugo, luego Sartre, Camus, Malraux, Beauvoir, Aragón…
¿Qué hay ahora? Michel Houellebecq y sus novelas llenas de insultos contra el Islam; así como las lágrimas de gratitud después de que sus novias les hayan hecho una mamada.
Los legados de Houellebecq y Charlie son de alguna manera similares ¿Es la mejor Francia que se puede tener hoy en día? ¿Se puede llamar coraje a lo que se ha pisoteado, a lo que se ha destruido por Occidente, lo que ha sido humillado?
Estos caniches rosados con correa de plata que exhiben en las galerías de arte, ¿es la esencia de lo que se llama libertad de expresión? Estas cosas pasarían cualquier consejo de censura, incluso en Indonesia o en Afganistán. Para eso no hace falta libertad de expresión. Es algo cobarde y egoísta, que es exactamente lo que promueve el Imperio.
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Christophe Joubert, un documentalista francés, me dijo mientras tomábamos una taza de café:
“Al principio me puse triste cuando me enteré de lo que había ocurrido a la gente de Charlie Hebdo. Pero entonces también me asusté: no por el terrorismo, sino por la respuesta de la multitud, todo el mundo adoctrinado, todos pensando de la misma manera, actuando de la misma manera. Era como Orwell y su 1984, más concretamente, el octavo día.
Los franceses no saben nada sobre el mundo. Se creen que lo que les dicen por los medios masivos de propaganda”.
El embajador de Eritrea en Francia me dijo: “No se permite hablar. Me invitan a un programa de televisión donde presentan una película que critica a mi país. Hablan de forma abierta, pero cuando trato de responder me lo impiden”.
“No entiendo nada de lo que me estás diciendo”, me decía con tristeza un buen amigo asiático después de que yo le hablara sobre la rebelión mundial contra Occidente en América Latina, China, Rusia, África… Es un hombre que tiene un alto nivel de formación, que trabaja en la UNESCO. “Sabes, aquí sólo oímos una versión: la oficial”.
Me pregunto si dentro de 70 años se celebrará otra gran exposición en el Archivo Nacional sobre la colaboración de Francia con el neoliberalismo y su participación directa en la construcción de un Régimen fascista mundial controlado por Occidente.
Pero por ahora, siempre y cuando los perros puedan tomarse una cerveza en un bar, el fascismo, el Imperialismo y el neoliberalismo no tienen la menor importancia.
¡También son Charlie!
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André Vltchek es novelista, cineasta y periodista investigador. Ha cubierto varias guerras y conflictos en varios países. Su Point of No Return se ha reeditado recientemente. Oceanía es un libro sobre el Imperialismo Occidental en el Pacífico Sur. También ha escrito un polémico libro sobre la era post-Suharto y el fundamentalismo de mercado: Indonesia: The Archipelago of Fear. También ha rodado documentales sobre Rwanda y el Congo. Ha vivido varios años en América Latina y en Oceanía; Vltchek reside actualmente en Asia Oriental y en África. Puede visitar su sitio web
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Traducido por Noticias de abajo
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