Y sucedió. En el debate del lunes pasado entre Hillary Clinton y Donald Trump, este último fue interpelado por su insistente reclamo de que Barack Obama mostrara su certificación de nacimiento demostrando que había nacido en Estados Unidos y no en Kenia, África.
Donald Trump se defendió argumentando lo mismo que expuso en todo este tiempo: que lo hizo para que se dieran garantías al país de que el presidente era un nacional y no un extranjero.
¿Acaso no tiene sentido lo que dice Trump? ¿Cuál es el motivo de interpelarlo y llamarlo a capítulo por esa actitud?
La respuesta más directa sería porque su conducta y su reclamo han dejado en manifiesto su sesgo racista. Si Estados Unidos ha tenido de presidenta de la Cámara de Diputados a una descendiente de inmigrantes (Nancy Pelosi); si el ex alcalde de Nueva York Rudolph Guiliani también lo es; si en ese país ha habido hasta ministros como Carl Schurz (1877 al 1881), nacidos en el extranjero; si el propio Donald Trump ha tenido que competir por la presidencia para Estados Unidos con Ted Cruz, canadiense e hijo de cubano, y con Marco Rubio, también de padres cubanos… Si el propio Donald Trump es hijo de escocesa y nieto de alemanes, ¿por qué Obama tendría que aclarar si nació o no en Estados Unidos, algo que a ninguno de los antes mencionados Trump le reclamó, ni siquiera a él mismo?
Denunciar el racismo respecto de Obama no puede sencillamente tacharse como una exquisitez ética, como una hipersensibilidad social. En el ADN de la civilización occidental moderna -a partir de la conquista europea en América y el surgimiento del sistema capitalista- está incrustado el racismo contra África y los africanos. Y ha sido internalizado hasta el sustrato del sentido común, de las ideas que muchos tienen por naturales e irrefutables.
Como bien explica el cubano Luis Toledo Sande,
“Antes que la ideología dominante introdujera el concepto de raza en la esfera sociológica, las conquistas y los sometimientos se llevaron a cabo entre pueblos más o menos isocromáticos (de igual color de piel). Con arreglo a ese entorno los opresores tenían que fabricar el pretexto de la supuesta superioridad de unos conjuntos y estratos humanos sobre otros, y de unos pueblos sobre otros (…) La mundialización que -yugo mediante- interrelacionó a Europa con África y América, y reforzó sus vínculos con Asia, proporcionó pretextos de más fácil visualización: las clasificaciones negro, cobrizo y amarillo, y sus derivaciones, tanto como sus combinaciones posibles, sirvieron para denigrar a “seres inferiores” proclamados “carga” para el “blanco”, mientras este se erigía en paradigma impuesto”.
De la internalización que he hablado, se salvaron muy pocos. Sabios y eruditos de nuestra civilización han sido portadores excelsos de la inferioridad del negro y del africano, que lo hace constituir un problema para la especie humana, especialmente para sus “versiones” más adelantadas.
Uno de los pensadores más influyentes de nuestra civilización, Immanuel Kant, llegó a decir:
“Los negros de África (añadamos nosotros, como Kenia, y como los ascendientes de Obama) no han recibido de la naturaleza ningún sentimiento que se eleve por encima de lo insustancial. Hume (otro gran filósofo) desafía a quienquiera citarle un solo ejemplo de un negro con talento y sostiene que entre los miles de negros transportados lejos de sus países y de los que un gran número ha sido puesto en libertad, él no ha encontrado nunca uno solo que haya producido algo grande en el arte, la ciencia o en cualquier otra noble ocupación, mientras que siempre se ven blancos que se elevan desde el pueblo y son apreciados en el mundo de los talentos eminentes. Tan grande es la diferencia que separa a estas dos razas de hombres tan alejadas una de la otra, tanto por sus cualidades morales como por su color”.
El conde francés Joseph Arthur de Gobineau, autor del célebre tratado sobre la desigualdad de las razas humanas publicado entre 1853 y 1855 (plena independencia dominicana), citaba a Francklin al definir al negro: “Es un animal que come lo más posible y trabaja lo menos posible”.
El desarrollo de estos esquemas de pensamiento, tienen en el siglo XX, qué duda cabe, a Sudáfrica del Apartheid, a la Alemania Nazi y a los Estados Unidos como sus más bestiales ejemplos prácticos. A costa del asesinato de Martin Luther King, fue a partir de los acuerdos 1964-1965 que los norteamericanos de “piel oscura” pudieron empezar a ejercer el voto en aquel país “líder del mundo libre”.
No obstante lo hasta aquí mencionado, se podría aducir que Donald Trump en ningún momento ejerció racismo porque no aludió a que la raíz del problema fuera el color de la piel de Obama o por ser de origen africano. Tampoco por alguna de esas razones se llegó en Estados Unidos a prohibirse a Obama llegar a ser presidente.
Pero ¿quién dijo que el racismo se reduce o limita a aquello? Para mí el acto racista de Donald Trump es más sutil aún, y es lo que lo asemeja y, diría más, lo iguala a sus parientes ideológicos y políticos en República Dominicana.
Hay en la idea que desliza Trump, y en su asedio para que Obama demuestre su lugar de nacimiento, un peligro conectado por el “origen”, “lo propio” y la “pureza”, porque el racismo tiene entre sus contenidos el color de piel, pero es fundamentalmente y sobre todo la idea de que la especie humana y las poblaciones pueden ser clasificadas en categorías puras, y que la contaminación y la impureza respecto a una categoría inferior o no deseable son la madre de toda suerte de amenazas y catástrofes. Puede ser por color, puede ser por nacionalidad, puede ser por genes difíciles de distinguir a simple vista. El afán por la “pureza” frente a lo “inferior” es lo que practicó el Apartheid en Sudáfrica; eso es lo que hacía que blancos y negros no pudiesen usar los mismos baños y las mismas escuelas en Estados Unidos, ni pudiesen votar en las elecciones de los blancos; eso es lo que en la Alemania nazi se buscaba con prohibir la procreación entre judíos y “germánicos”, y por el contrario la gestación ilimitada y la familia extendida entre los arios.
¿Acaso lo que la pregunta de Donald Trump vierte sobre Barack Obama no es la duda sobre su “pureza” norteamericana, una duda que ningún otro contendor no descendiente de africanos tendría que responder, sin necesidad que Donald Trump hable de África ni de negritud ni de inmigración? ¿No es la “pureza” frente a lo inferior/indeseable la cuestión nuclear y medular del racismo más allá de las categorías en las cuales se sustente?
Repito, eso emparenta a Donald Trump con quienes en República Dominicana han hecho del racismo una práctica ideológica, política y una institucionalidad. Funcional para Trump en los estados del sur norteamericano; funcional para algunos dominicanos que tratan de hacer leña del árbol cultural sembrado por Santana y por el Trujillato, de profundas raíces en los pensamientos y sentimientos vigentes en el país, echadas bajo un régimen totalitario al cual no se ha opuesto aun hoy ninguna auténtica nueva escuela de pensar y de sentir.
Este racismo, en el sentido que lo hemos explicado, está sintetizado de manera “magistral” y brutal por Manuel Arturo Peña Batlle, en su discurso “El sentido de una política”, en 1942, donde asegura:
“No hay sentimiento de humanidad, ni razón política, ni conveniencia circunstancial alguna que puedan obligarnos a mirar con indiferencia el cuadro de la penetración haitiana. El tipo-transporte de esa penetración no es ni puede ser el haitiano de selección, el que forma la élite social, intelectual y económica del pueblo vecino. Ese tipo no nos preocupa, porque no nos crea dificultades; ese no emigra. El haitiano que nos molesta y nos pone sobreaviso es el que forma la última expresión social de allende la frontera. Ese tipo es francamente indeseable. De raza netamente africana, no puede representar para nosotros, incentivo étnico ninguno. Desposeído en su país de medios permanentes de subsistencia, es allí mismo una carga, no cuenta con poder adquisitivo y por tanto no puede constituir un factor apreciable en nuestra economía. Hombre mal alimentado y peor vestido, es débil, aunque muy prolífico por lo bajo de su nivel de vida. Por esa misma razón el haitiano que se nos adentra vive inficionado de vicios numerosos y capitales y necesariamente tarado por enfermedades y deficiencias fisiológicas endémicas en los bajos fondos de aquella sociedad.
(…) “Nadie puede inducirlo a él (Trujillo) ni inducir al pueblo dominicano a que miren con resignación el que las fuentes de nuestra nacionalidad se contaminen irremediablemente de elementos extraños a su naturaleza y a su constitución. No olvidemos que esta nación española, cristiana y católica que somos los dominicanos, surgió pura y homogénea en la unidad geográfica de la isla y que así se hubiera conservado hasta hoy a no ser por el injerto que desde los fines del siglo XVII se acopló en el tronco prístino para inficionar su savia con la de agentes profunda y fatalmente distintos de los que en el principio crecieron en La Española”.
Puntos más, puntos menos, con un argumento igual se han perpetrado las medidas racistas en República Dominicana a fines del siglo XX y en los 16 años que llevamos de siglo XXI: “impedir la haitianización de República Dominicana”, asegurar que no se logre la “fusión de la isla”, no permitir “que hagan con República Dominicana lo que han hecho con Haití” y evitar que “los haitianos decidan en nuestro país” porque si los dejamos “podrán votar y hasta ser presidentes”.
La exigencia de Trump me hizo recordar todo lo que el fascismo dominicano ha hecho en los últimos años con tal de asegurar aquella “pureza” de la dominicanidad respecto a la “inferioridad”/”indeseabilidad” haitiana, enseñada por Peña Batlle: negar los documentos esenciales de identidad a personas con apellidos “raros” o directamente “nombres haitianos”; utilizar carpetas con el título “H.H.” (hijos de haitianos) para los casos “dudosos”; interponer demandas de nulidad de actas de nacimiento, y finalmente la sentencia 168-13 que es lo más cercano a la “solución final” en versión dominicana: agarrándose del inconstitucional hilo de la condición migratoria de los padres, declarar a todo hijo de inmigrante como un no dominicano. Donald Trump no podría hacerlo “mejor”.
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