Las operaciones militares en Libia no responden a las buenas intenciones que nos dicen.
Jordi Calvo Rufanges
Las guerras son la manifestación de la violencia más perversa, por la preparación que necesitan y por los intereses que esconden o muestran abiertamente. Pero lo más perverso es que la participación en una guerra como la de Libia es una meditada decisión de nuestros líderes políticos que evalúan, como no puede ser de otra manera en las relaciones internacionales actuales, el beneficio que la guerra les puede reportar. Estos beneficios, personales, económicos, políticos, o del tipo que sean, son lo que hacen que una guerra sea sexy. La de Libia tiene muchos ingredientes que a Sarkozy, Zapatero, Cameron… les parecen sexys. En este caso, los beneficios personales pueden ser tanto o más sexys como los que vio Aznar en la guerra de Irak. Una afirmación del ego del líder político que se embarca en una guerra y además la gana (porque esta guerra, si quieren, la ganan, al menos como ganaron la de Irak), la notoriedad personal, pasar a los libros de Historia como un héroe (o villano, según quien los escriba) y, por supuesto, los réditos electorales que a corto plazo se pueden obtener, son algunos de los argumentos que pasarán por la cabeza de los responsables políticos de esta intervención militar.
Para los responsables de las potencias occidentales de la participación en la guerra de Libia y para otros poderes no tan visibles con intereses visibles o no, ir a la guerra de Libia es muy sexy, porque es una excelente inversión, que además pagamos los contribuyentes con dinero y vidas humanas. En primer lugar, la guerra es interesante para el complejo militar-industrial, porque así gastamos armas, hacemos girar a la economía armamentística y, sobre todo, legitimamos el enorme gasto militar, que en estos tiempos de crisis está siendo seriamente cuestionado por la ciudadanía. Son evidentes también los grandes recursos de petróleo y gas libios, y es sobradamente conocido que hay empresas de los países occidentales directamente implicadas que ven peligrar sus concesiones de un hipotético futuro Gobierno de Gadafi.
Esta guerra es también sexy porque hay desde un inicio una resolución de Naciones Unidas, el apoyo inicial de la Liga Árabe y porque está de moda apoyar o decir que se apoya a las recientes revueltas populares, con el pretexto de la lucha por la libertad y la democracia. Juntando estos objetivos políticos con los intereses económicos, podríamos deducir que establecer un Gobierno totalmente controlado en Libia e incluso bases militares, entre los nuevos Túnez y Egipto, puede ser realmente interesante para Occidente. Porque conviene asegurar que los procesos de cambio en estos países sigan la senda que más interesa, es decir, que no se conviertan en revoluciones socialistas o islamistas que hagan pagar más por el petróleo o el gas o no abracen gustosos el American o european way of life.
La guerra en Libia también es sexy porque Gadafi es un terrible dictador muy sexy para nuestros gobernantes, a quien dan ganas de sacar del poder de la forma que sea. Emocionalmente, y con las imágenes y mensajes que en todos los medios de comunicación oficiales aparecen del dictador, dan ganas de lanzarle un Tomahawk o varios cientos, como ya se ha hecho. Pero si este señor es hoy tan terrible, ¿por qué tan sólo hace unas semanas era un gran amigo de Occidente? ¿Por qué se le han vendido las armas con las que está atacando ahora a los rebeldes? Si las intenciones de la comunidad internacional (occidental) son las de liberar a los pueblos oprimidos del mundo o proteger a las poblaciones que son víctimas recurrentes de la violencia armada, ¿por qué no se plantean intervenciones en Bahrein, Yemen, Myanmar, Zimbabue, Bielorrusia, Chechenia, Tíbet, República Democrática del Congo, República Centroafricana, Guinea Ecuatorial y un largo etcétera? Quizá porque estos lugares no son, por diversas razones, tan sexys como la Libia actual.
La guerra en Libia también es sexy porque Gadafi es un terrible dictador muy sexy para nuestros gobernantes, a quien dan ganas de sacar del poder de la forma que sea. Emocionalmente, y con las imágenes y mensajes que en todos los medios de comunicación oficiales aparecen del dictador, dan ganas de lanzarle un Tomahawk o varios cientos, como ya se ha hecho. Pero si este señor es hoy tan terrible, ¿por qué tan sólo hace unas semanas era un gran amigo de Occidente? ¿Por qué se le han vendido las armas con las que está atacando ahora a los rebeldes? Si las intenciones de la comunidad internacional (occidental) son las de liberar a los pueblos oprimidos del mundo o proteger a las poblaciones que son víctimas recurrentes de la violencia armada, ¿por qué no se plantean intervenciones en Bahrein, Yemen, Myanmar, Zimbabue, Bielorrusia, Chechenia, Tíbet, República Democrática del Congo, República Centroafricana, Guinea Ecuatorial y un largo etcétera? Quizá porque estos lugares no son, por diversas razones, tan sexys como la Libia actual.
En fin, las operaciones militares en Libia no responden a las buenas intenciones que nos dicen. Y si así fuera, el resultado de muerte y destrucción que dejarán los cientos o miles de bombardeos y la probable intervención militar terrestre de los ejércitos occidentales dentro de unos meses será una manera más de colaborar en el despropósito de buscar una solución violenta a una situación violenta generada con total consciencia anteriormente. Si los países occidentales quisieran promover con seriedad una bien intencionada liberación de los pueblos oprimidos de todo el mundo, no venderían armas a dictaduras infames, no tendrían intercambios comerciales y financieros con regímenes opresores, no tendrían relaciones políticas amigables con corruptos dictadores, ni serían tan incoherentes como para predicar la libertad y los derechos humanos y embarcarse en guerras imperialistas en lugares con gran interés geoestratégico y económico. En el caso de Libia, la reivindicación del no a la guerra se vuelve más necesaria que nunca.
Jordi Calvo Rufanges es Responsable de campañas del Centre d’Estudis per a la Pau JM Delas (Justícia i Pau)
Ilustración de Patrick Thomas
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