martes, 23 de agosto de 2011

La izquierda y el Islam


Se analiza la revolución iraní de 1979 y la diversa trayectoria de las principales organizaciones islamistas en Libia, Egipto o Palestina, aclarando el papel real del islam en el contexto político.
David Karvala (En lluita / En lucha)
Vivimos tiempos confusos. Por un lado, las revoluciones árabes demuestran, en la práctica, la falsedad de los mitos de que los musulmanes no entienden la democracia, etc. Nos han dado impresionantes lecciones de autoorganización desde la base, con una participación muy activa de las mujeres.
Pero mucha gente —incluyendo a algunas personas de izquierdas— actúa como si no hubiera cambiado nada. Por un lado, lo atribuyen todo a maniobras de los poderosos. Por otro, nos advierten contra la “amenaza de los islamistas”. Citan la revolución iraní, y cómo las fuerzas de Jomeini convirtieron una revolución desde abajo en un régimen autoritario.
Este artículo toma lo ocurrido en Irán como punto de partida para plantear otra relación entre la izquierda radical y el islam.
Antes de entrar en materia, una aclaración terminológica. El islam es una religión, y los mil millones de personas que la siguen son musulmanes. El islamismo —término más preciso que “fundamentalismo”— se refiere a las muy diversas organizaciones políticas que se inspiran en esta religión. Y éstas, como veremos, son tan variadas como las corrientes políticas y sociales inspiradas en el cristianismo: que incluyen desde el franquismo y el Opus Dei, hasta el movimiento por los derechos civiles de Martin Luther King y el Movimiento de los Sin Tierra.
Irán: siguiendo al líder
Los que denuncian el papel del islamismo en la revolución iraní tienen razón al insistir en que el desenlace fue desastroso. Pero eso se debió a la terrible actuación de la propia izquierda.
Irán en los años 70 era una brutal dictadura bajo el Sha, aliado clave en la región de EEUU e Israel. Sin embargo, su éxito económico creó fuertes tensiones entre la sociedad iraní que provocarían una revolución. Ahora se la conoce como la “revolución islámica”, pero empezó como algo muy distinto.
El proceso revolucionario se inició en 1977 con protestas por la democracia y contra la represión, que gradualmente crecieron para incluir a sectores musulmanes, y a partir del verano de 1978, a los trabajadores. Fue el inicio del fin para el régimen; el Sha abandonó Irán en enero de 1979, y en febrero los restos de su administración cayeron ante una breve sublevación armada por parte de las organizaciones guerrilleras.
El dirigente islamista, Ayatolá Jomeini, volvió de su exilio en Francia y se declaró jefe de Estado. Se dedicó inmediatamente a revertir los logros sociales de la revolución. En ese momento, muchas fábricas estaban bajo el control de las shoras, o comités de trabajadores, y huelgas, tanto económicas como políticas, explotaban por doquier. Jomeini envió a sus fuerzas para reprimir al movimiento obrero.
Y, ¿la izquierda? Los trabajadores habían liderado la revolución, y los grupos guerrilleros, los Fedayines y los Mujahidines, habían protagonizado la insurrección final. Hubo un partido importante pro Moscú, el Tudeh, que tenía fuertes tradiciones de lucha obrera. Lo increíble es que en 1979 casi toda la izquierda apoyó, sin críticas, al régimen de Jomeini. El principal teórico del Tudeh, por ejemplo, escribió en 1982 que: “el islam es la ideología de la revolución antiimperialista”.
La hostilidad del principal poder imperialista, EEUU, hacia el nuevo régimen era real, pero la izquierda iraní no era capaz de mantener una posición independiente. No insistió en que la mejor manera de combatir al imperialismo no era minando la revolución, sino impulsándola, fortaleciendo al movimiento obrero, y defendiendo los derechos de las mujeres y de la minorías nacionales. El peor fue el Tudeh, que apoyó la disolución de las shoras, y respaldó al régimen al tachar de “contrarrevolucionarios” a los huelguistas, las minorías nacionales, las mujeres que reivindicaban la igualdad… Y no se trató sólo de palabras: el Tudeh participó activamente en la represión de otros grupos marxistas.
Tras acabar con los movimientos independientes, el nuevo régimen reprimió lo que quedaba de la izquierda. Jomeini diezmó la revolución desde abajo de 1979, e instauró un nuevo régimen capitalista.
Al descubrir, demasiado tarde, su trágico error, la izquierda iraní lo invirtió, y pasó a ver el islamismo como la encarnación del mal. Cuando, a mediados de los años 80, EEUU intervino al lado de Irak en su guerra contra Irán —quería vengar la pérdida de su aliado, el Sha— la izquierda iraní se negó a rechazar la intervención del principal poder imperialista del mundo. Los Mujahidines incluso se unieron al bando de Sadam Husein. La izquierda fue incapaz de conectar con la gente trabajadora iraní que sufría bajo el control de Jomeini y las privaciones de la guerra, pero que aún recordaban y odiaban al imperialismo y al Sha.
El fracaso de la “izquierda laica” y el crecimiento del islamismo
La hostilidad total hacia el islamismo político llegó a ser la actitud hegemónica entre la izquierda internacional a partir de los años 90. A veces se justificó citando lo ocurrido en Irán, pero existe otra explicación. En los países musulmanes, la hostilidad reflejó los celos de la vieja izquierda, que perdió influencia mientras que el islamismo político creció.
La caída del muro de Berlín y la desintegración de la URSS conllevó la caída en picado de los partidos comunistas. Esto sucedió tras una larga lista de desastres, de la cual el de Irán fue sólo un ejemplo. En país tras país, los partidos comunistas habían seguido ciegamente a un “líder antiimperialista” —como Gamal Nasser, o más tarde Sadam Husein— sólo para ver cómo éste traicionó estas esperanzas y reprimió a los comunistas.
Por otro lado, la actuación de estos últimos dirigentes demostró el fracaso de la principal corriente de la “izquierda laica”: el nacionalismo árabe. Su retórica radical de los años 60 había dado paso a una serie de regímenes dictatoriales que defendían los intereses de una corrupta minoría, que se enriquecía a costa de la población.
No debe sorprendernos que las corrientes islamistas que trabajaron en los barrios pobres, y denunciaron estas dictaduras, creciesen.
En vez de analizar sus propios errores, la vieja izquierda denunció que el islamismo creció gracias al apoyo del imperialismo o de los regímenes dictatoriales. Era cierto que en Egipto, Nasser y después Sadat habían apoyado a los Hermanos Musulmanes en las facultades, para debilitar a la izquierda. Pero también es cierto que en otros momentos el partido comunista había apoyado a Nasser mientras éste reprimía brutalmente a los islamistas. En Afganistán, EEUU dio armas a los grupos islamistas que lucharon contra la invasión rusa. Pero los partidos comunistas, en general, apoyaron la brutal guerra de la URSS contra el pueblo afgano; no estaban en condiciones de darles lecciones a los afganos acerca de cómo defenderse.
Se suele argumentar que la organización islamista palestina, Hamas, creció gracias al apoyo de Israel, que la favoreció frente al nacionalista Fatah y la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) que éste dominaba. Sería más exacto decir que, en los años 70, Israel no vio peligro en el trabajo caritativo y apolítico de los islamistas en Gaza y Cisjordania, territorios ocupados por los sionistas en 1967. Así los seguidores palestinos de los Hermanos Musulmanes crearon una red de apoyo que más tarde sería la base de Hamas. Esta organización, creada formalmente en medio de la primera Intifada, en 1987, fue reprimida por Israel desde el principio. Mientras tanto, Yaser Arafat, dirigente de Fatah, declaró en 1988 que aceptaba el Estado de Israel y condenaba el “terrorismo”; en efecto abandonó la demanda histórica del movimiento palestino por la restitución de sus tierras y la vuelta de los refugiados. El consiguiente crecimiento de Hamas se debió a su rechazo a la traición —y a la corrupción— de Fatah. Con la creación de la “Autoridad Nacional Palestina”, Fatah sumó su propia represión contra Hamas a la ejercida por Israel.
En occidente, la hostilidad sin matices de la izquierda hacia el islamismo político fue aún más cuestionable. Acabada la guerra fría, y agotado el comunismo soviético como “hombre del saco”, la idea del “choque de civilizaciones” apareció por primera vez en 1990, y fue popularizada a partir de 1992 por Samuel P. Huntington. A partir de aquí muchos sectores de la izquierda se sumaron, en la práctica, a las denuncias hacia el islam como una religión atrasada, antidemocrática, innatamente hostil a los derechos de las mujeres, etc.
Así que, cuando el ejército argelino llevó a cabo un golpe de Estado en 1992, para abortar una probable victoria electoral del partido islamista, FIS, gran parte de la izquierda occidental, especialmente la del antiguo poder colonial, Francia, justificó a los generales. Ni siquiera la posterior guerra sucia —que costó la vida a unas 100.000 personas, la enorme mayoría de ellas civiles asesinados por los militares, a lo largo de los años 90— hizo que muchos de ellos rectificasen.
Con los islamistas, a veces. Con el Estado, jamás
Ante esta situación, el marxista revolucionario, Chris Harman, entonces un dirigente destacado del Socialist Workers Party británico, planteó un punto de vista totalmente diferente, en un texto que llegaría a tener enorme importancia.
En su artículo “El profeta y el proletariado”, publicado en 1994, Harman rechazó cualquier idea acerca de un “fundamentalismo islámico” monolítico. Insistió en algo que debería ser obvio para cualquier marxista, pero que muchos habían olvidado: la religión no es algo eterno que viene de Dios, sino una serie de ideas e instituciones que se desarrollan como parte de la sociedad existente. Así que en vez de ver al islamismo como a una emanación directa de un texto religioso del siglo VII, Harman analizó los diversos motivos que impulsaron a diferentes sectores sociales del mundo musulmán del siglo XX a buscar respuestas en la religión. Explicó que el mismo término “fundamentalismo” es erróneo; digan lo que digan, los islamistas buscan cambiar el mundo actual, no volver a la Arabia de Mahoma.
Harman analizó el islamismo político en términos de clase social. Primero, existe el islamismo de los antiguos explotadores, “las clases privilegiadas tradicionales que temen ser los perjudicados por la modernización capitalista de la sociedad”. Su islamismo es evidentemente muy conservador. Segundo, el islamismo de los nuevos explotadores, como el Partido del Bienestar en Turquía, o los Hermanos Musulmanes en Egipto. Estos partidos, cuya base de apoyo es la clase media, dirigida por algunos importantes capitalistas, se parecen a los típicos partidos conservadores o cristianodemócratas de Europa. En condiciones normales serían simplemente el enemigo de la izquierda, pero en la lucha contra una dictadura hostil, pueden ser aliados vacilantes, como fue el caso de los cristianodemócratas catalanes durante los últimos años del franquismo. Tercero, el islamismo de los pobres: en casi todos los países del mundo musulmán, millones de personas del campo han emigrado a las ciudades, donde acaban viviendo en la miseria. Aquí, la mezquita puede ofrecer un alivio no sólo espiritual sino material: a menudo distribuyen caridad entre los necesitados. Y finalmente, está el islamismo de la nueva clase media. Harman citó un estudio del islamismo en Irán:
“La expansión del sistema educativo iraní en los años 50 y 60 permitió a sectores cada vez mayores de la clase media tradicional, acceder a las universidades. Enfrentados a unas instituciones dominadas por las antiguas élites occidentalizadas, estos recién llegados al mundo universitario sintieron una necesidad urgente de autojustificar su adhesión al islam. Se incorporaron a los círculos de la Asociación de Estudiantes Musulmanes… Cuando entraban en la vida profesional, los nuevos ingenieros se adherían a menudo a la Asociación Islámica de Ingenieros…”
En la práctica, cada organización islamista incluye una mezcla de diferentes intereses de clase. Pero sus activistas suelen provenir de la nueva clase media.
Existe un cierto paralelismo con la base social de los movimientos anticoloniales de la postguerra que, por mucho que hablasen del “pueblo”, generalmente fueron dirigidos por miembros de la nueva clase media: Fidel, Castro y Nelson Mandela eran abogados; el Che era médico; Yasir Arafat era ingeniero; Nasser —como otros muchos líderes nacionalistas árabes (o Chávez hoy)— era oficial del ejército…
La comparación con los movimientos anticoloniales señala tanto su capacidad de enfrentarse al sistema como sus limitaciones. Los mismos dirigentes que son capaces en un momento de sacrificarse en la lucha contra una dictadura o el imperialismo, son capaces luego de exigir sacrificios a la gente trabajadora, en interés de una nueva dictadura que ya ha hecho las paces con el imperialismo.
Esta comprensión de la variada y contradictoria naturaleza del islamismo fue resumida por Harman en el lema: Con los islamistas, a veces. Con el Estado, jamás.
Es decir, si los islamistas luchan contra la dictadura, o por mejoras en un barrio popular, una izquierda consecuente debe trabajar codo a codo con ellos… sin perder su propia independencia. En cambio, si quieren imponer leyes opresivas, hay que combatirlos… sin alinearse con el Estado represor.
En realidad, es una posición de sentido común, pero es totalmente diferente a las políticas aplicadas por la izquierda iraní, primero apoyando acríticamente a Jomeini, luego efectivamente poniéndose al lado del imperialismo.
La izquierda ante el islamismo hoy
Tristemente, hoy en día, gran parte de la izquierda sigue repitiendo uno u otro de los errores que produjeron resultados tan trágicos en Irán.
Durante la sublevación popular en Irán de 2009, sectores de la izquierda (especialmente de los partidos comunistas) respaldaron la represión ejercida por el gobierno de Ahmedinejad, argumentando que el dirigente iraní era un antiimperialista y los manifestantes agentes de occidente. Reprodujeron casi exactamente la posición del Tudeh entre 1979 y 1981.
Hezbolá es un movimiento muy importante y combativo de la población chiíta del Líbano. Hoy, muchos chiítas malviven en las barriadas populares del sur de Beirut, donde se trasladaron desde el sur del Líbano, duramente castigado por Israel. Hezbolá nació de la lucha contra la invasión israelí de los años 80, lideró la resistencia que expulsó a los ocupantes del sur del Líbano en 2000, y que luego derrotó el nuevo ataque israelí de 2006.
No sólo esto, sino que bajo la dirección de Hasan Nasralá, las posiciones políticas de Hezbolá han avanzado mucho. Desde las masivas movilizaciones contra la guerra de Irak en 2003, Hezbolá tiene muchos contactos con el movimiento anticapitalista y antiguerra occidental. Se ha declarado contra la globalización neoliberal. En la Conferencia del Cairo, sus representantes trabajan sin problemas con judíos antisionistas, y condenan claramente el intento de utilizar los crímenes de Israel para justificar el antisemitismo (una lección que algunos activistas occidentales todavía no han aprendido).
Todo esto es obviamente muy positivo. Los que tratan a Hezbolá como si fuera lo mismo que la familia real saudita, metiéndolos a todos en un gran saco llamado “fundamentalismo”, hacen el ridículo. Lejos de comparar Hezbolá con las monarquías del Golfo Pérsico, es mucho más útil ver sus similitudes con los movimientos populares guerrilleros de América Central en los 70 y 80. Éstos lograron motivar a cientos de miles de personas en la lucha contra el imperialismo y por la justicia social. La importante influencia entre algunos de ellos de las ideas cristianas nunca impidió a la izquierda laica el solidarizarse con estos movimientos. El mismo principio se debe aplicar a Hezbolá cuando se enfrenta al imperialismo occidental, o a su principal aliado en la región, Israel.
Pero no debemos olvidar lo que les pasó a las guerrillas centroamericanas. Los dirigentes sandinistas en Nicaragua se convirtieron en unos gobernantes corruptos. El mejor fue el FMLN de El Salvador, que se convirtió en un partido socialdemócrata, gestionando el sistema e introduciendo algunas reformas pero sin romper las reglas neoliberales.
Así que ni tan siquiera con Hezbolá debemos abandonar la independencia de la izquierda, alabando la organización como si pudiese ofrecer una solución real a los problemas del Líbano o de la región, llegando a calificar la organización —como algunos han hecho— de socialista y revolucionaria. Cuando luchan contra el imperialismo se merecen nuestra solidaridad, pero también debemos criticarlos cuando hace falta, y así lo hace el grupo hermano de En lucha en el Líbano. Estas críticas pocas veces se refieren al islamismo, sino a su tendencia, como cualquier oposición que se acerca al poder, a convertirse en gestores del sistema.
Pero el error más extendido entre la izquierda sigue siendo en el otro sentido, tachando a todas las organizaciones de inspiración islamista como si fueran un bloque monolítico contrario a la democracia, la justicia social y la liberación humana. Demasiadas veces se intenta presentar esta visión como una expresión del marxismo, como un laicismo revolucionario. La realidad es que este punto de vista comparte mucho con el islamismo que tanto critica. Tanto los islamistas como sus críticos laicistas insisten en la centralidad de las ideas religiosas; para unos son la fuente del bien, para los otros, el origen del mal.
Esto no sirve. Como Marx y Engels explicaron en La Ideología Alemana:
“no se parte de lo que los hombres dicen, se representan o se imaginan… para llegar… al hombre de carne y hueso; se parte del hombre que realmente actúa… No es la conciencia la que determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia. Desde el primer punto de vista, se parte de la conciencia como si fuera un individuo viviente; desde el segundo punto de vista, que es el que corresponde a la vida real, se parte del mismo individuo real viviente y se considera la conciencia solamente como su conciencia.”
Es decir, no se debe juzgar a un grupo islamista en base a sus ideas religiosas. Desde un punto de vista realmente laico, la clave es lo que realmente hace, y el papel que juega en la lucha social. Rechazamos al régimen saudí, no porque es islamista, sino porque es un régimen brutal, autoritario y explotador; si se justificasen con El Capital en vez de con El Corán, nuestra actitud no debería cambiar. Cuando Hamas ganó las elecciones en Cisjordania y Gaza —porque el pueblo palestino apoyó su oposición a Israel y rechazó la corrupción de Fatah— se mereció nuestro apoyo frente al bloqueo que sufrió a manos de Israel y Occidente (y Fatah). Habría sido impensable apoyar a Fatah frente a Hamas porque éste es islamista.
La hostilidad total hacia el islamismo, que se presenta como el laicismo, es más bien una actitud casi religiosa; se obsesiona con las creencias, en vez de centrarse en la lucha real para cambiar el mundo real.
Egipto: la lucha unitaria en la práctica
Un país donde la izquierda revolucionaria puso en la práctica el análisis de Harman es Egipto. En los 90, las reformas sociales de Nasser quedaban muy lejos: el dictador Mubarak aplicaba política neoliberales, recibiendo aplausos del FMI, mientras casi 26 millones de egipcios vivían con menos de 2 dólares al día.
El mayor grupo de oposición a Mubarak fueron los Hermanos Musulmanes, una organización moderada pero enorme; se estima que tenían un millón de seguidores, incluyendo a muchos pobres de las ciudades, y a miles de estudiantes. El principal grupo de la izquierda fue el partido comunista, que tachaba a los Hermanos Musulmanes (HHMM) de fascistas; las dos organizaciones a veces se enfrentaron a tiro limpio en las universidades.
A finales de los 90, los Hermanos vieron que con su pasividad ante el régimen no habían evitado la represión; empezaron a plantearse la actividad política y la colaboración, incluso con sectores no islamistas. Además, en el mismo período, surgió una nueva izquierda radical, los socialistas revolucionarios. Convencidos por los argumentos de Harman, estuvieron dispuestos a colaborar con activistas islamistas en luchas concretas.
En 2000, ante la segunda Intifada palestina, activistas marxistas y naseristas impulsaron redes de solidaridad. En 2003 éstas se movilizaron contra la guerra en Irak y, durante 2005, lucharon contra la dictadura y por la democracia. Impulsados por sus propios afiliados estudiantes, los HHMM llegaron a participar —a menudo de forma vacilante— en estas acciones.
La Conferencia del Cairo nació de este ambiente en 2002. En ella se reunía cada año un amplio espectro de la oposición egipcia —varios partidos naseristas; los socialistas revolucionarios; y poco a poco, corrientes islamistas, incluyendo a los HHMM— junto a activistas internacionales, para compartir experiencias y trazar estrategias contra el imperialismo y el sionismo.
Las complicidades creadas entre la izquierda y los HHMM —especialmente sus sectores más abiertos, como los jóvenes— dieron sus frutos en la revolución egipcia de este año. Típicamente vacilantes, los Hermanos tardaron en sumarse a las protestas, pero una vez en la Plaza Tahrir, su juventud jugó un papel clave a la hora de rechazar los ataques de decenas de miles de matones del régimen. La revolución habría sido derrotada en estos días sin ellos; por otro lado, la chispa de la revolución de 2011 vino de los jóvenes de la izquierda laica y liberal; y finalmente no se habría dado el paso clave a la clase trabajadora sin la insistencia de la izquierda revolucionaria. La colaboración de todos estos sectores fue esencial para la victoria.
Ahora, hay un nuevo gobierno militar y una nueva situación. La dirección de los HHMM se ha sumado al intento de los generales de limitar la revolución a unos cambios superficiales; por ejemplo, se unieron en la campaña por el “sí” a unas reformas menores de la Constitución. Habría sido desastroso seguirlos en esto, y la izquierda mantuvo su independencia, haciendo campaña por el “no”. Por otro lado, algunos sectores de los jóvenes de los HHMM sí quieren más cambios, y también se sumaron al “no”. Cualquier punto de confluencia entre la izquierda revolucionaria y estos jóvenes islamistas debe aprovecharse, siempre que la izquierda mantenga su independencia política.
Esta experiencia demuestra que esta actitud de frente único con los islamistas —colaboración donde hay puntos en común, sin caer en el seguidismo— no es una mera teoría, sino que puede contribuir a victorias muy importantes en los países de mayoría musulmana.
La izquierda y la gente musulmana en Europa
En Europa, la izquierda no se encuentra ante fuertes organizaciones islamistas con decenas o cientos de miles de seguidores. Aquí, la población musulmana es una minoría que sufre una fuerte discriminación. Tras el 11-S, a ésta se añadió la criminalización; la “guerra contra el terror” en Afganistán e Irak llegó a los barrios con una importante población musulmana. Ha habido innumerables casos de musulmanes acusados de preparar atentados, en los que las pruebas son escasas, inventadas, o simplemente inexistentes. Muchos de los que sufren estas acusaciones sólo salen libres tras una larga odisea por comisarías, tribunales y cárceles. En el momento de escribir, los 11 del Raval siguen en la cárcel, a pesar de que las “pruebas” contra ellos se han ido desmontando, una tras otra.
Estas acusaciones se suelen dirigir contra los hombres musulmanes, pero las musulmanas no han salido inmunes. En diferentes países de Europa, hay campañas para criminalizar el uso del velo por parte de las musulmanas, un tema que se trata más abajo.
Dada la epidemia islamófoba, no es sorprendente que mucha gente musulmana se sienta rechazada por la sociedad en la que vive, y que se aferre aún más a su fe. Tras el 11-S, muchas jóvenes musulmanas empezaron a llevar el velo como un desafío ante las ideas dominantes. Una reducida minoría de la juventud musulmana empezó a escuchar a los islamistas sectarios cuando decían que la convivencia entre musulmanes y no musulmanes era imposible. Pero la gran mayoría de la gente musulmana rechaza esta visión. Pueden sentirse musulmanes —y algunos pueden llegar a gritar “¡Allahu akbar!” (Dios es grande) o “¡Viva el islam!” en una manifestación— pero esto no significa que sean islamistas. Simplemente, el islam forma una parte, más o menos importante, de su identidad pero convive con otros muchos elementos, como ocurre con todas las personas.
Obviamente, ante el terrible racismo experimentado por la gente musulmana, la actitud de la izquierda radical debería ser la de ponerse sin ambages al lado de la minoría oprimida y defender sus derechos. Si en los años 30, ante los delirios antisemitas de Hitler, algún sector de la izquierda hubiera criticado la “falta de integración” de la gente judía, y exigido que los hombres judíos se quitasen la kipá como condición para hacer causa común contra el nazismo, no lo reivindicaría ahora. Pero hoy en día, algunos “progres” hacen casi lo mismo frente a la islamofobia.
Se habla de la naturaleza machista del islam, como si no hubiera machismo en todas las religiones y como si la opresión de las mujeres no fuera una característica de todos los países capitalistas. Se esgrime el “laicismo” o el “republicanismo” como motivo para no defender los derechos religiosos de los musulmanes, pasando por alto la enorme influencia del cristianismo en Occidente: basta con ver cómo el año escolar se organiza entorno a Navidad y Semana Santa.
Es innegable que la actitud de una parte de la izquierda hacia cuestiones relacionadas con el islam y los musulmanes contiene una parte importante de hipocresía. Esto se ve claramente en el debate levantado entorno al “velo”.
El falso debate del velo
Hace bastantes meses que se vive en Catalunya una campaña de prohibiciones del “velo integral” en espacios municipales, con una serie de votaciones y decretos en los ayuntamientos. Dos hechos han resultado evidentes. Primero, en Catalunya sólo un número ínfimo de mujeres lleva nicab —en bastantes de los municipios que han aprobado la prohibición, no hay ninguna— y no hay constancia de que ninguna mujer en Catalunya lleve burca, una prenda exclusivamente afgana. Segundo, que la motivación es meramente electoral: competir con la extrema derecha por los votos racistas.
En Francia, hay mucha más historia acerca de esta cuestión, y podemos ver hasta dónde nos puede llevar. Ya en 1989 se empezaron a expulsar a chicas musulmanas de la escuela por llevar pañuelo en la cabeza (hijab). Estas expulsiones se basaron en la “laicidad” del sistema escolar, no explícitamente en el racismo, y fueron defendidas por casi toda la izquierda radical francesa. Durante la última década los ataques contra el derecho de las musulmanas a decidir cómo vestirse se han intensificado, y su contenido islamófobo es cada vez más explícito.
En 2010 el parlamento francés aprobó una ley que “prohíbe la ocultación de la cara en el espacio público”, sin nombrar el velo. Algunos comentaristas se preguntaron si ya no se podrán llevar cascos de moto o máscaras de esquí, o si los Papa Noel ya no podrán taparse la cara con una barba blanca. De hecho, la ley explícitamente excluye el hecho de cubrir la cara por “motivos de salud o trabajo”, o en el contexto de “los deportes, festivales o manifestaciones artísticas o tradicionales”. O sea, en realidad es una ley hecha a medida para prohibir que las musulmanas puedan ir por la calle con un “velo integral”.
Y es evidente que con esta medida, Sarkozy quiere disputarse el voto racista con el Frente Nacional (FN). Pero el efecto real es aumentar la respetabilidad de esta organización fascista, que sube en las encuestas. La nueva dirigente del FN, Marine Le Pen, señala las medidas de Sarkozy como una muestra de la influencia del partido de Le Pen, y un motivo para que más gente les vote.
Tristemente, la izquierda francesa mantiene actitudes muy confusas al respecto. Muchos socialistas y comunistas apoyan las medidas contra el velo, igual que Lutte Ouvrière, un grupo muy “ortodoxo” de la izquierda radical.
En el Nuevo Partido Anticapitalista (NPA), la situación es bastante mejor, pero aún más confusa. A principios de 2010, estalló un debate porque una organización regional del NPA incluyó en una lista electoral a la joven activista anticapitalista y feminista, Ilham Moussaïd que lleva hijab. Les llovieron críticas de todas partes, incluso desde dentro del NPA. Su entonces portavoz, Olivier Besancenot, respaldó claramente su candidatura: “El NPA es un partido que lucha contra toda forma de opresión y de exclusión”. Pero para muchos sectores del partido era impensable que una mujer con velo pudiera ser candidata; algunos incluso rechazan que musulmanas con hijab militen en el NPA. Dada esta recepción, la propia Ilham y bastantes compañeros más de su ciudad se marcharon del partido.
Se suponía que el tema quedaría resuelto en el primer congreso del NPA, en febrero de 2011. Pero tras un debate muy encendido, el partido permaneció totalmente dividido. La nota positiva la puso un activista del NPA que comentó que hace cinco años, en la LCR —la organización revolucionaria que impulsó el NPA— los defensores del derecho de las musulmanas a decidir sumaban sólo un 10% de apoyo. Que ahora consigan casi la mitad es un avance importante.
Pero sigue siendo verdad que, en medio de una oleada masiva de islamofobia, y en un momento en que dos mujeres han sido detenidas y multadas por llevar nicab, el NPA es incapaz como organización de ofrecer una respuesta clara.
No hay opción sino continuar el debate, demostrando que estas prohibiciones sirven, principalmente, a los racistas, y muy en segundo lugar a la pequeña minoría de islamistas sectarios. Hay que seguir trabajando para acercar en la práctica a la izquierda radical y la gente musulmana que quiere luchar por un cambio.
Y la izquierda del Estado español debe tomar nota de la situación de la izquierda radical francesa. Ante la creciente campaña islamófoba aquí, no podemos perder años antes de tomar una posición firme a favor de los derechos de las musulmanas a decidir por ellas mismas.
¿1789 o 1917?
En 2010, el cómico italiano Leo Bassi hizo una actuación muy divertida en Barcelona, ante una gran protesta contra la visita a la ciudad del Papa. Para la ocasión, se vistió de manera muy extravagante (hablo de Bassi, aunque la verdad es que el Papa también…), con un gran “1789” cosido en la ropa.
Se refería, evidentemente, al año de la revolución francesa, un gran paso por la “libertad, igualdad y fraternidad”. Excepto que estos principios no se aplicaron a los esclavos haitianos, que tuvieron que levantarse en armas contra el propio ejército revolucionario. Esa contradicción tiene su paralelo hoy en día: gente que en general es progresista y antirracista, de repente, ante el islam, se pone en el mismo bando que la derecha racista e incluso fascista, citando frases vacías inspiradas en 1789 acerca de la república, el laicismo, etc.
Con los liberales, quizá no haya solución, pero la izquierda revolucionaria debe tener presente otra fecha, más cercana y en este tema más consecuente: 1917. La revolución rusa aplicó un laicismo de verdad: se rompieron los mil lazos entre el Estado y la religión dominante y se hizo de la religión un asunto privado. Pero los bolcheviques también tomaron medidas especiales a favor de los derechos de las minorías religiosas: por ejemplo, decretaron el viernes el día oficial de descanso en las regiones musulmanas. Con estas políticas, muchos movimientos islámicos se pasaron al lado de la revolución, y la militancia bolchevique en Asia central se engrosó con activistas musulmanes. La situación sólo cambió con la subida del régimen de Stalin, que alabó el nacionalismo ruso y repudió las diferencias nacionales y culturales. En 1927, Stalin inició una campaña contra el velo.
La herencia real de los bolcheviques es muy diferente. En septiembre de 1920, el Congreso de los Pueblos del Este, organizado por los bolcheviques en Azerbaiyán, llamó a una “guerra santa contra el imperialismo”:
“A menudo habéis oído de vuestros gobiernos la llamada a la guerra santa; habéis marchado bajo la bandera verde del Profeta, pero estas guerras eran fraudulentas, sirviendo sólo a los intereses de vuestros dirigentes… vosotros, los campesinos y trabajadores, seguisteis en la esclavitud y la pobreza tras estas guerras. Ahora os convocamos a la primera guerra santa de verdad… por la liberación de toda la humanidad del yugo de la esclavitud capitalista e imperialista, por el fin de todas las formas de opresión de un pueblo por otro y de todas las formas de explotación…”
Es esta tradición, no la del vacío “laicismo” liberal de la burguesía, la que debe inspirar a la izquierda anticapitalista hoy.
David Karvala es militante de En lluita / En lucha y activista de la Plataforma Aturem la Guerra de Barcelona.
Artículo publicado en la revista anticapitalista La hiedra

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