Por: Luz Marina López Espinosa
Las convulsiones sociales que se viven hoy en Chile –vitrina para el mundo de las supuestas bondades del modelo neoliberal-, hechas patentes con un prolongado paro estudiantil y los dos días de paro nacional de los sectores de la producción, revelan una verdad que no por mil veces sabida, hay que relievarla otras tantas: el tal modelo como enemigo de la sociedad. Del ser humano, ese de carne y hueso, el que tiene familia, hijos, debe alimentarlos, educarlos, ofrecerles seguridad, garantizarles un mínimo de bienestar y prepararles un entorno social económico y cultural por lo menos de las mismas condiciones que ellos recibieron de sus padres. Porque si el ideal y mérito reivindicado por el liberalismo, por la llamada democracia liberal fue crear estados de bienestar, hoy ha hundido al mundo a pasos agigantados en los estados de malestar.
Pero no es sólo en nuestro vecino latinoamericano donde la angustia y desesperanza por la situación social lanza a la gente a la calle y al paro. Preguntémosle a los franceses, españoles, irlandeses, griegos, portugueses e islandeses por lo pronto, por qué están en lo mismo. La respuesta será también la misma.-
Lo afirmado sobre el modelo neoliberal pareciera ya un lugar común. Un planteamiento algo elemental. Pero siéndolo, hay que afirmarlo hoy y cada día como si fuera una novedad; denunciarlo como si antes no se hubiera hecho y enarbolarlo como lema de movilización ante la triste evidencia de que ese modelo enemigo de la humanidad -¿alguien lo duda?, la está despojando de los pequeños y grandes logros que ella alcanzó en un proceso de siglos. Y no sólo los sociales desde luego, aspecto que más toca a las masas y por lo tanto el más proclive a afectar su conciencia, sino aún la elemental seguridad de que su hogar, la bien llamada por nuestros ancestros nativos madre tierra, pueda acoger a las próximas generaciones. De ello hablan los glaciales derretidos, los desiertos expandiéndose, los ríos desapareciendo, los valles inundados, las selvas deforestadas.
Porque hay que recordarlo y resaltarlo: la burguesía, el incipiente capitalismo que para poderse instalar y consolidar hace tres siglos debió confrontar y desplazar al feudalismo, reivindicó e instaló en el imaginario y en el consciente popular unos derechos del ser humano que ya nunca más –se suponía- le serían cuestionados. No le serían desconocidos, y antes por el contrario, marcaban un punto de partida, una cota a partir de la cual se iría ascendiendo como expresión de progreso espiritual y material. Ya no serían entonces sólo la vida, la libertad, la intangibilidad de la conciencia y las cautelas contra el atropello y la tiranía, sino también se consagró la libertad de escoger oficio y ejercerlo, la jornada laboral de ocho horas, el descanso y las vacaciones, el auxilio de cesantía, la pensión de vejez y la seguridad social entre otras.
Hubo más: se siguió ascendiendo a una cada vez más sofisticada urdimbre de derechos hasta que suponiéndose estar satisfechos los de la esfera individual, se legisló sobre las aspiraciones colectivas del género y bellamente sobre los derechos de las generaciones por venir. Se adoptaron en lo nacional y en lo internacional, los derechos de la humanidad a vivir a paz y el muy trascendental de conservar el medio ambiente. ¡Ah! y el de la solidaridad que al igual que los anteriores, es tanto derecho como deber.
¿Y qué pasó? ¡Vivir para creerlo! O como en la autobiografía de García Márquez, vivir para contarlo. Pasó que la burguesía gestora del capitalismo, la misma que reivindicó haber enterrado el feudalismo y construido para la humanidad un cuerpo de derechos fundamentales e intangibles que hacían por su dignidad, calidad de vida y progreso material y espiritual, resultó ahora por obra y gracia de la dinámica esencial del capital, comprometida en la demolición de esa construcción histórica de la sociedad, convirtiéndose en obediente gestora de los intereses de los grandes consorcios y capitales transnacionales. Poderes que obran como estados, aún más, estados supranacionales que están en todas partes y en ninguna. Y esa burguesía encontró que el capital es un dios insaciable al que hay que sacrificarle todo porque todo lo exige, que nada la satisface porque su crecimiento demanda más crecimiento porque es su ley, su forma de ser, y porque hasta que se produzca su implosión total –que algún día llegará- tiene que expandirse para invertir su ganancia acumulada, y para ello debe apropiarse de territorios, absolver las empresas más pequeñas, devorar las públicas y acceder sin límites a las fuentes de materias primas y a los recursos energéticos. Dando por descontado naturalmente la revocatoria de los derechos sociales y laborales de la gente, de pronto responsables del desempleo y la miseria de los más.
Entonces, así como en el feudalismo quien mandaba era el señor feudal y no el siervo, igual aquí y ahora el capitalismo nos notifica –y con qué fiereza-, que quien manda es el capital y no la gente, no la sociedad, tenga esta forma de sindicato, junta comunal, liga campesina, estudiante o asociación obrera, campesina o profesional, pequeño o mediano productor agrario, industrial o comercial.
Supimos también y de qué mala manera, que en el actual estado de desarrollo del capitalismo, para que su reproducción pudiera darse, necesitaba un nuevo marco, nuevo orden mundial que no es otra cosa que una legislación imperial hecha por los países de origen de los grandes capitales y por los organismos mundiales que los administran –Estados Unidos y las antiguas potencias colonialistas europeas con su arma de convencimiento la OTAN, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y los cinco con poder de veto en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas-, para permitirle al capital ser otra vez, como antes monarquía absolutista. Sólo que esta vez de alcance universal, sin permitir fastidiosos nacionalismos o soberanías locales que estorben esa jurisdicción universal.
Y ese nuevo orden mundial, que no le fue consultado a los pueblos – al trabajador, al campesino, al profesional ni al sindicato porque claro, no era para ellos, no era en defensa de la gente-, se hace con un coctel de motivaciones –principios-, al cual más de espurios. Que con los más cínicos y disparatados ingredientes humanitarios y humanistas y debidamente emulsionados, legisla y dispone sobre la lucha contra el terrorismo, la defensa de los derechos humanos, la libertad de “los pueblos oprimidos del mundo”, la instalación de la democracia en algún país renuente a la que ellos consideran debe ser, la redención social y económica de los pobres y desde luego la lucha contra el narcotráfico. Consecuencia de esas disposiciones – que no en balde se toman- y en ejercicio de esa juridicidad internacional que no puede ser burlada por nadie, se realizan bombardeos humanitarios, se invaden y asolan países, se ejecutan gobernantes, sus familiares y allegados, se hacen guerras de liberación -¡sí de liberación!!!- en Estados que sólo a ellos les parecen oprimidos, y se exterminan poblaciones enteras que consideran remisas a los loables fines del capital, perdón, de la humanidad.
Entonces, además de los pueblos del mundo levantados de indignación por la esperanza que les robaron, ahí están Palestina, Irak, Afganistán, Somalia, los Balcanes, Libia… Y pronto, muy pronto, serán destruidas Siria, Irán y Corea del norte. Tal vez en ese orden.
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