En memoria de quienes han encontrado un final injusto, urdido por los dedos estúpidos del azar más maldito.
Hoy se cierne una voz muda sobre las aceras de piedra de Santiago. Explican, quienes tratan de fundir sus pasos con el suelo para así, al menos conjurar la huida del miedo y sentir que el azar les ha permitido sobrevivir al propio azar y a su grotesca burla, que jamás se contempló una ciudad más sola, más sin nada, más vacía de esperanza y, sin embargo, más llena de preguntas. Explican que la neblina no es ya la presunción de una lluvia que a menudo baña los tejados y las calles, los bancos que diseminan su sombra sobre las plazas ahora rotas. Es la niebla de la angustia y del porqué atenazando sus bocas y las nuestras. Cuentan, con palabras que calan la distancia y la traspasan, que la ciudad ha muerto, también, con una muerte que será presencia cada día.
Hoy los números, que hace unas horas eran la identidad quebrada de corazones que buscaban latir, una vez más, sin detenerse en la nada gigante del vacío, son nombres y apellidos que nos golpean como aldaba inmensa, dañino recordatorio de vidas que jamás deberían haberse trastocado. Una lee la lista oscura que se empeña en encerrar la muerte y siente que la necesidad de cerrar los ojos al instante, de negarse a creer que ha sucedido, de darle la espalda a la evidencia, imaginar que es la boca mellada de la paradoja quien se burla, con sonrisa letal, con broma incierta.
J. Arganda; E. Ausina; S. Barral; E. Beotas; C. Besada; L. Buendia; I. Bustamente…
Iniciales que tienen, tras ella, la luz extinguida de la vida.
Una las lee, repasa con las pupilas llenas de la más triste materia, y siente una especie de punzada difusa y expresiva. Un puño que golpea y se extiende, desde la boca a las manos, del corazón al pensamiento, del interrogante inexplicable al dolor que nos llega atravesando el dolor del otro y nos alcanza, de repente, en tormenta que desata un azar que juega con nosotros, implacable, cada día.
Una siente distinto este dolor que escapa a la descripción, que es un todo que se instala en la alegría y la aniquila. Lo siente diferente al dolor que es inquilino propio, definitivo parásito que nos mantiene en vilo. Una percibe el dolor de estas muertes que se extienden como heridas sobre el aire de Galizia, con más intensidad que si el dolor fuera un hilván negro cosido al cuerpo propio. Porque cuando le duele a cada uno de nosotros la soledad tremenda, el sueño roto, la injusticia, ya tenemos bastante con sentirla y luchar por apartarla, con manos invisibles y gestos amasados entre llanto. Sin embargo, este dolor que ahora se filtra, desde el otro, desde otros, como grieta que saja las paredes del alma, es un dolor que está al acecho, que nos mira, un lugar sombrío que observamos desde una distancia vital -la de no ser nosotros ellos, pero serlo- que nos permite sentirlo, masticarlo, roerle la piel y devorarlo, digerir su porqué y contemplarlo. Este dolor del otro, tendido como sábana que cubre la muerte llegada en una noche sin preámbulos, se vuelve obstáculo inalcanzable por la razón, por la palabra. Se trasforma en absurdo manojo de argumentos que caen aún antes de alzarse entre lamentos, porqués partidos por la voz del azar, que ordena los finales imprevistos.
Una siente, en el dolor del otro, de los otros, una premonición del propio dolor cuando acontezca, y llora, con el llanto que se oculta entre estas líneas que ahora escribo, un agua que recorre la consciencia y se hace grito.
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