miércoles, 30 de marzo de 2016

Idomeni, una olla a presión a punto de estallar

idomeni
“Quiero ir a Europa, no a esta Europa”, remarca el sirio Ismaeil Alhasan, mientras observa con resignación lo que queda de un pequeño conato de rebelión que tuvo lugar este martes contra la policía griega desplegada sobre las vías de un tren que ya no atraviesa la frontera, cerrada a cal y canto para impedir el acceso de refugiados e inmigrantes a la “ruta de los Balcanes”, el camino hacia los países ricos del Viejo Continente.
Este abogado de 44 años y su primo han sido de los últimos refugiados en arribar a Idomeni, y lo hicieron hace solo 11 días.
Sin embargo, ya saben que no están precisamente en ese lugar seguro al que ansiaban llegar para quedarse, tras verse empujados al exilio cuando los milicianos del Estado Islámico (EI) tomaron parte de la gran ciudad oriental siria de Deir Ezzor, donde ambos nacieron.
A pesar de ello, Ismaeil no se moverá: “¿Para qué me voy a ir a otro campamento de refugiados? Siempre será un campamento”, afirma.
Pero Idomeni se parece cada vez más a una villa miseria. Las casetas, las carpas de todos los tamaños -con ampliaciones de cartón y madera-, los centros médicos y quioscos, se levantan sobre la tierra, que por lo menos ya no es el lodazal en que se había convertido hasta hace algunos días luego de fuertes lluvias.
Los niños, que son nada menos que la mitad de los 14.000 seres humanos atrapados en esta ratonera, según cifras de las organizaciones humanitarias, corren de un lado al otro, sucios, hambrientos, cansados. Algunos lloran, otros sonríen y juegan entre las carpas.
Hay zapatos y zapatillas desparramados por todos lados, ropa tendida y fogatas para mantener el calor y preparar comida. Los negocios y las barberías proliferan.
Algunas mujeres lavan, charlan, cuidan de los niños; los hombres transportan bolsos, empujan carros, discuten, y también están los que se pelean.
Las colas son largas en todos lados, frente al centro médico, para hablar con los voluntarios del Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados (Acnur) y, especialmente, para conseguir comida.
“Tenemos entre 8.000 y 10.000 raciones diarias, pero no alcanza”, dice a Télam un voluntario griego -que pide el anonimato- mientras controla la entrega de las viandas, un guiso, un trozo de pan y una banana.
“Siempre hay algunos que se quejan o intentan saltar la cola o quieren llevarse más comida, porque se pelean por la comida”, explica este hombre, luego de que un joven terminó a los empujones con unos voluntarios.
Y no es extraño que así sea, porque estas personas no llegaron aquí para quedarse. A muchos se les acabó el dinero, y están desesperados.
Cualquier cosa puede disparar la tensión. Días atrás fueron los rumores infundados de apertura de la frontera, hace una semana un hombre se quemó a lo bonzo, y esta tarde un hecho confuso -supuestamente la detención de una mujer siria- provocó que un grupo de refugiados terminara enfrentándose a la policía, a la que le lanzaron piedras.
“Queremos decirle a la Unión Europea que necesitamos ayuda. ¿Por qué no respetan la ley internacional, los derechos humanos, por qué quieren problemas, por qué la policía nos empuja?”, se quejaba un joven sirio luego del incidente.
“Nuestro país está en guerra, no tenemos donde ir, no hicimos nada malo. ¿Por qué no les importan nuestros niños? Estamos en una situación difícil, hicimos un viaje peligroso, y no lograrán nada empujándonos, seguiremos aquí”, desafiaba.
El gobierno griego pretende desalojar Idomeni porque es consciente de que el lugar es una bomba de tiempo.
“Cuanto más pasen los días, con la cantidad de gente que hay y las condiciones en las que están, lo lógico es que la violencia aumente”, dijo a Télam un asesor de seguridad del Acnur en este campo.
No obstante, este experto cree que no es necesario incrementar la presencia policial. “No ayudará en nada, estas personas ya están bajo mucha presión y el trabajo de los agentes antidisturbios es de protección, no van a explicarles que están perdiendo su tiempo”, afirma.
Hace apenas tres días las autoridades pusieron en marcha un proceso de “relocalización” voluntario de los refugiados se Idomeni, pero apenas unas 800 personas abandonaron este campo de refugiados para instalarse en otros que en principio deberían estar en mejores condiciones. Este martes lo hicieron 50 personas, según Acnur.
La gran mayoría se niega a abandonar Idomeni. Nur Khzam y su familia son algunos de los que se quedan.
“Llevamos un mes y cinco días aquí. Es verdad que todo está mal, en la noche hace mucho frío, pero aún nos queda un poco de dinero para conseguir comida extra, así que nos quedaremos”, sostiene Nur, que es maestra, y todas las mañanas ayudar a impartir clases a los niños en el campamento.
Además, dice que está acostumbrada a cocinar en una fogata, en el suelo, porque en Deir Ezzor, cerca de la frontera con Irak, y en el último año estuvo viviendo en condiciones “muy precarias”.
Con ella viaja también la novia de su hijo, que es profesora de piano y espera reencontrarse con él en Alemania para formar una familia.
“Es lo único que quiero”, asegura, esperanzada. “En Siria él estudiaba ingeniería y en Alemania está trabajando en una empresa constructora”, explica sobre su futuro marido.
Kaula, que es iraquí, sí que quiere irse de Idomini, pero tiene miedo. “Estoy sola con 5 niños, mi marido está en Alemania y me dijo que me vaya a otro campamento, pero viajo con mis vecinos y ellos no se quieren ir”, argumenta.
“No tengo más dinero, uno de mis hijos está enfermo, el lunes por la noche tenía mucha fiebre y tengo miedo que le pase algo, que pueda morir”, dice afligida.
Ni a la familia de Nur ni a la mayoría de sus vecinos de carpa les han dicho claramente cuál es su situación. Prácticamente todos los refugiados e inmigrantes que están aquí cuentan con una carta, con un número que indica que son solicitantes de asilo, pero nada más. No han iniciado ningún proceso formal de asilo.
Algunas personas están en el programa de la Unión Europea (UE) que les permitirá viajar a otros países europeos, pero otros ni siquiera están inscriptos. “Hay que llamar a un número de Skype pero nadie responde”, se queja Mohamed, un joven ingeniero sirio de 29 años.
A Mohamed se le está acabando el dinero y las esperanzas: “No puedo quedarme mucho más, esto no es vida”, afirma. “Prefiero volver, morir en Alepo, que hacerlo en este lugar”, añade, ponderando no solo abandonar Idomeni sino regresar a Siria. “Al menos lo intenté”, apunta con la mirada un poco perdida.
Pero mientras este joven baja los brazos, otros muchos acumulan ira. Y el cansancio, la desilusión, la impotencia de tantos miles de seres humanos -reducidos por las autoridades a una cifra-, está creando una tormenta que puede ser más poderosa que la que no logró acabar con Idomeni en las últimas semanas, cuando el frío y las lluvias volvieron a convertir este lugar en un pantano insalubre e inhabitable.
LibreRed | Telam

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