Editorial de La Jornada
Como suele suceder con alarmante frecuencia, el incidente producido ayer en Dallas, Texas, en el que murieron cinco agentes de policía y el francotirador que fue su victimario, cobró una fugaz e intensa atención mediática, como si se tratara de un suceso puntual, aislado, desligado de un entorno social que tiende a favorecer cada vez más episodios de esta naturaleza. Producido en medio de una manifestación antirracista, desde un primer momento el hecho fue interpretado como un violento eco de las muertes, a manos de elementos policiacos, de dos jóvenes afroestadunidenses en los estados de Luisiana y Minnesota, balaceados un par de días antes. De nueva cuenta, como era previsible, tanto en Estados Unidos como en gran parte del mundo se alzaron airadas voces cuestionando las prácticas racistas que son moneda corriente en los cuerpos policiacos de ese país, al tiempo que menudeaban las condenas furibundas, las promesas de pronto escarmiento y los deseos de que tales acciones no vuelvan a repetirse.
Sería preciso un optimismo desmedido para vaticinar que las medidas que eventualmente se tomen –si es que sucede tal cosa– para limar los filos racistas de la actividad policial, bastarán para garantizar un tratamiento policial equitativo a los ciudadanos cuyo origen no sea anglosajón. La lista de injusticias y atropellos que las fuerzas del orden han cometido y cometen en perjuicio de negros e hispanos (impreciso término que, desde la óptica del vecino país, nos engloba) es lo suficientemente extensa como para dudar de que tras este acontecimiento las cosas vayan a mejorar en ese rubro.
El problema de fondo parece residir en los resabios racistas que persisten en una fracción considerable de la sociedad de Estados Unidos, especialmente en los estados del sur, a despecho de los logros legales que se han obtenido en materia de igualdad y de la frondosa documentación que la sustenta. Heredero directo del sistema esclavista que por espacio de siglos sirvió de puntal para el andamiaje socioeconómico de la aristocracia sureña, el contumaz racismo de nuestros vecinos del norte fue modificando paulatinamente su perfil para hacerse públicamente más potable, y de las repugnantes incursiones del Ku Klux Klan pasó a una larga serie de mecanismos de exclusión y marginación que en definitiva cumplían el mismo propósito: salvaguardar los privilegios del poder blanco.
Las filas de la policía, naturalmente, se nutren del cuerpo social, y hasta ahí se desliza el amplio caudal de prejuicios inherente al racismo. Pero es en los momentos en que la incertidumbre planea sobre lo político y lo económico cuando rebrota con nuevas fuerzas, porque el odio y el miedo al otro –al que tiene otro color de piel, nació en otro lugar del planeta o profesa otro credo– constituyen su principal alimento.
No deja de ser irónico, sin embargo, que el autor de la matanza en Dallas (quien tenía 25 años de edad) haya sido un veterano de Afganistán, en otros tiempos considerado un leal y activo ejecutor de la agresión positiva emprendida por George W. Bush.
(Tomado de La Jornada)
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