De todos los modos de producción económica que han existido en la historia, el capitalismo es hasta ahora el único que ha impuesto su propia lógica y dinámica de manera exitosa y persistente. Producir, circular, acumular, explotar, consumir, desechar son algunas de sus acciones elementales, una suma que ha mantenido esa dinámica más o menos desde su origen pero que, también es cierto, ha variado en función de las circunstancias históricas en que se desenvuelve. Así, por ejemplo, el Renacimiento fue una época importante de acumulación para las grandes economías de la época, del mismo modo que algunos siglos después, la expansión colonialista de las llamadas grandes potencias se tradujo también en una ampliación de su zona de influencia económica, de su mercado y también de su fuente de materias primas y mano de obra. El capitalismo tiene a su favor una profunda naturaleza dialéctica, quizá la clave de su supervivencia, por la cual convierte sus contradicciones en su empuje y su vía para mantenerse vigente. En alguno de sus libros Slavoj Zizek se mofa de cómo los ambientalistas esperan que, por fin, sea la catástrofe climática o alguna otra de tipo ecológica la que termine con el capitalismo, sin ver que, hasta la fecha, no ha existido una crisis suficientemente profunda para hacer evidente a la humanidad cuán necesario es encontrar otras formas de vivir en el mundo y habitar la realidad.
Nuestro tiempo, en relación con el capitalismo, está signado por el consumo. Las mercancías circulan como nunca antes en la historia, y es posible que igualmente la gente más o menos común tenga un poder adquisitivo del que no había gozado antes. Sin embargo, como sucede lógicamente en el capitalismo, esta situación no implica el bien común, sino la ganancia de unos cuantos. Consumir puede ser satisfactorio, no cabe duda, y hasta cierto punto es inevitable, pero los posibles beneficios que obtenemos de vivir en esta época no cancelan otros que quizá no veamos de inmediato pero que también suceden, beneficios que tocan a quienes están en la punta de la pirámide y que, incluso sin hablar de personas específicas, contribuyen a reproducir y perpetuar un modo de producción que implica saquear, destruir, individualizar y más.
¿Cómo es que el capitalismo nos convence de consumir? Ideológicamente, tiene sus estrategias, algunas más simples que otras, todas encaminadas a hacernos creer necesario algo que, con toda probabilidad, es superfluo. En términos generales, quizá podría decirse que su principio fundamental es que el ser humano es, inevitablemente, un ser en falta, un ser que busca (a veces ansiosamente) reparar su incompletud, llenar sus vacíos. Nuestro panorama contemporáneo es complejo, pero de un vistazo podría decirse que las grandes narrativas que antes sostenían al ser humano en esa búsqueda existencial –la religión, las grandes aventuras, la vida como un proyecto, etc.– ahora han sido sustituidas por un único relato poblado de bienes, mercancías y posesión. La angustia existencial se calma ahora consumiendo, o al menos ese es el paliativo que el capitalismo nos convence de tomar.
A continuación compartimos tres observaciones sobre igual número de formas que tiene el capitalismo para hacernos comprar, incluso cuando no queremos. De las que compartimos, es posible que la más interesante sea la última, también la que más reservas debería despertarnos o, dicho de otro modo, ante la cual deberíamos estar más alertas. Quizá también es la que merecería una reflexión más detallada. De cualquier forma, mientras llega ésta, presentamos estas anotaciones breves al respecto.
1. Algo que no puedes dejar pasar
La idea de “oportunidad” es relativamente sencilla dentro del aparato ideológico del consumismo. Todos comprendemos de inmediato leyendas como “2×1” o “De tal cantidad a tan sólo esta otra”. Lo comprendemos y, más importante, casi siempre llama nuestra atención. La idea es simple en términos ideológicos, si bien quizá no tanto en el aspecto económico. En el fondo, se nos hace creer que nos “conviene” comprar tal o cual cosa, aunque es posible que esto no sea del todo exacto. ¿Quién no ha comprado algo que no necesitaba sólo porque “estaba en oferta”? Quizá, en el fondo, lo que quisiéramos es, por una vez, infligirle una derrota, así sea mínima aunque personal, pero lo cierto es que el supermercado parece el territorio menos probable para que suceda.
2. Cualidades del producto
En nuestra época hay muchísimas opciones para conseguir una satisfacción. O al menos esa es, en parte, la trampa del capitalismo. Jean Baudrillard alguna vez se burló de esta libertad contemporánea en la que nuestro arbitrio se reduce a elegir entre Coca y Pepsi. Esa es la inercia de la producción incesante, desmedida e inconsciente. Ese es, también, otro de los pretextos para atraer la atención del consumidor. Un desodorante promete cuidar nuestra piel mientras que otro, por su fragancia, asegura potenciar nuestra seducción. Una pantalla se distingue por la nitidez con que proyecta las imágenes y quizá alguna otra por la duración de su vida útil. Como vemos, además, casi siempre el sustento discursivo de esta segunda estrategia es la promesa y, por otro lado, el tecnicismo. Se nos vende algo que puede tener o no tener tal o cual cualidad con que se anuncia y cuya veracidad, en cualquier caso, no nos tomaremos la molestia de comprobar. Sin darnos cuenta que todo c’est la même merde!
3. El deseo impostado
Al menos desde mediados del siglo XX, la ideología del consumismo comenzó a refinar la precisión de una maniobra enfocada a uno de los núcleos vitales del ser humano: el deseo. Sin duda, este es uno de sus recursos más sofisticados y ambiciosos. Como bien sabemos, el ser humano es un sujeto que desea, desde el nacimiento hasta la muerte, porque nuestra existencia está marcada por la falta, y el capitalismo ha sabido hacer de dicho elemento estructurante de nuestra naturaleza un combustible importante de sus procesos. ¿Por qué sucede esto? En esencia, porque aunque somos sujetos deseantes, paradójicamente no es sencillo conocer el deseo que anima nuestra vida subjetiva. El deseo auténtico, quiero decir, esa especie de élan vital que nos hace movernos, que nos mantiene interesados en este mundo, que nos entusiasma, que nos hacer estar en el aquí y en el ahora. Antes usé el verbo “conocer”, pero quizá sería más preciso cambiarlo por “construir” o “elaborar”. Si muchos de nosotros no sabemos lo que queremos realmente tal vez sea, primero, porque no nos conocemos a cabalidad y, en segundo lugar, porque no nos abocamos a construir lo necesario para satisfacer dicho deseo. Ese hueco es la ventaja del capitalismo. Nos formamos en una cultura que nos enseña a callar lo que deseamos, a reprimirlo, a conformarnos con un sucedáneo y también, en otro aspecto más contemporáneo, a no esforzarnos por lo que queremos. Paralelamente, el capitalismo posee una narrativa que aprovecha tanto dicha ignorancia con respecto a nuestro propio deseo como esa pereza nuestra con que miramos cualquier trabajo que requiere un esfuerzo disciplinado, sostenido, que implica amar lo que hacemos pero también arrostrar dificultades y fracasos. ¿No sabes lo que deseas? El capitalismo tampoco, pero te hará creer que sí. ¿No estás de acuerdo con esforzarte por lo que deseas? Tampoco importa, el capitalismo te lo ofrece de inmediato, a crédito si hace falta. ¿No era lo que deseabas? Consume entonces hasta encontrarlo, te responderá el capital, a sabiendas de que eso nunca sucederá, porque nadie más que tú mismo puede saber qué deseas en realidad, y nadie más que tú mismo puede hacer lo necesario para obtenerlo.
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