lunes, 1 de febrero de 2016

“Haití: los niños hacen galletas de barro para poder comer algo”

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EL DIARIO.ES – En el año 2010, millones de personas situaron por primera vez en el mapa a Haití. Durante un tiempo, las televisiones no dejaron de emitir imágenes de este pequeño país sudamericano, de apenas 10 millones de habitantes, después de que un terrible terremoto acabara con la vida de 316.000 personas, hiriera a otras 350.000 y más de 1,5 millones se quedara sin hogar.
El desastre natural no fue más que la puntilla para una región que históricamente ha tenido que sobrevivir con una escasez que se ha visto agudizada en estos últimos años pese a la ayuda internacional. Sin contar con el continente africano, Haití es el país más pobre de América y el segundo del mundo tras Afganistán, según el Índice de Pobreza Humana de la ONU.
“No es que estén desnutridos, es que se mueren de hambre”, explican Silvia Castro y María García, dos enfermeras cántabras que acaban de llegar de la isla tras permanecer un mes como cooperantes de la ONG ‘Aytimoun Yo’ gracias al apoyo y la colaboración económica del Gobierno de Cantabria y el Colegio de Enfermería. Durante más de una hora de conversación en la que cuentan a eldiario.es su experiencia, hay dos términos que se repiten constantemente: hambre y corrupción. En ese tiempo tratan de describir lo que han visto con sus ojos pero las palabras se quedan cortas para dibujar un escenario que incluso las imágenes difícilmente son capaces de captar.
“Tienen un déficit de minerales tan grande que les lleva a hacer con la tierra y el barro una especie de galletas que secan al sol y luego se comen”, relatan Silvia y María, que entre su equipaje llevaban un sistema para medir la desnutrición que dejaron de utilizar. “Imagínate por qué”, apostillan.
Ambas enfermeras cuentan con más de 15 años de experiencia y ya habían estado en otros países de cooperantes, pero subrayan que la situación de Haití es “mucho más desoladora”. “En Bolivia o Ecuador igual están malnutridos porque solo comen arroz pero, por lo menos, llegan al arroz; es que aquí comen tierra. Es muy extremo”.
Señalan que la coyuntura de las familias es tan dramática que es “habitual” que las madres regalen a sus hijos. “Te llaman por la calle “¡blanco, blanco!” y te cogen del brazo para que te lleves al niño. Nosotras no entendíamos muy bien lo que querían. Y si les dices que no, sueltan a ese a ver si no te ha gustado y te ofrecen a otro”. En su idioma, prosiguen, tienen un término para definir a los niños que las familias ricas de Puerto Príncipe -la capital de Haití- y de República Dominicana cogen como esclavos domésticos.
Y si las condiciones de vida de los haitianos es estremecedora, la de los desplazados es abismal. Cuando llegaron a la República Dominicana, el país que linda con Haití, se dirigieron hasta Pedernales, una región fronteriza entre ambos países y el lugar donde la ONG dispone de una casa de voluntarios.
“Al cruzar la frontera hay una valla que impacta mucho. Ves a toda la población haitiana agolpada y aunque estás en la misma isla y solo son unos metros de separación entre un país y otro, cruzar la alambrada significa cambiar de mundo. En la parte dominicana hay una vegetación exótica, es verde, hay flores, palmeras, la carretera está asfaltada… y, sin embargo, al otro lado, ya no hay vegetación, es árido, gris, está seco, deforestado, no hay plantas… Cruzar esa valla es como si de repente dejaras de estar en América y entraras en África”, narra Silvia. “La primera impresión es que los haitianos están encerrados entre la valla y el mar”, añade María.
Explican que las relaciones entre ambos territorios han empeorado con el paso del tiempo. La República Dominicana “es un país pobre que está cansado de cargar con otro país más pobre”. Por eso, en el año 2013, aprobó una ley para deportar a todos los haitianos que trabajan de forma ilegal como mano de obra barata, y ahora los ‘desplazados’ viven junto a la frontera en campamentos de 600 personas, de las cuales cerca de la mitad son niños.
“Si los haitianos viven de una manera muy limitada en las comunidades, estos son los excluidos de los excluidos”, tratan de describir las enfermeras. La única comida que tienen asegurada es el pocillo de arroz para tres que reparten las ONGs un día a la semana.
Pese a su extrema situación, María y Silvia destacan el “valor humano” de los habitantes de este país. “Aunque se están muriendo de hambre, aguantan por un puñado de arroz en fila y dignamente, no creas que se tiran a por el saco o se amotinan. Tienen mucha dignidad y son muy solidarios entre ellos”, afirman.
Sin acceso a la comida, la educación o la sanidad son poco menos que una utopía. Ambos servicios son de pago y a unos precios que, evidentemente, no están al alcance de la inmensa mayoría de la población. Muchas parturientas, por ejemplo, cruzan la valla para poder tener asistencia sanitaria en República Dominicana, que “les prestan atención pero a las pocas horas de parir las echan a la calle”. Y las viviendas son chabolas improvisadas con plásticos, hojas de palmera y mantas en el mejor de los casos.
Así, en estas condiciones de vida, no es de extrañar que los brotes de dengue, VIH, malaria o rabia campen a sus anchas, apuntan las enfermeras, que a los pocos días de aterrizar tuvieron que improvisar talleres de formación ante una epidemia de cólera.
Como ‘curiosidad’, indican que la gente no tiene identidad. “No tienen una partida de nacimiento, un documento de identidad donde ponga quién es, cómo se llama o dónde nació. Salir allí no es posibilidad para ellos”, aseveran.

La corrupción

Tanto María como Silvia no tienen dudas en señalar a la “corrupción” como la principal causa que ha condenado a los haitinianos al caos y a una hambruna extrema. “El 90% del PIB lo tiene un 1% de la población, que vive en Puerto Príncipe. Hay una zona, que está vallada, megalujosa, que viven cuatro y que son los que manejan el ‘cotarro’. El otro ‘noventaitantos’ por ciento de la población sobrevive”.
En esta línea, y aunque no quieren entrar en polémicas, se preguntan “dónde está toda la ayuda internacional que se aprobó tras el terremoto”. “Es inexplicable. Alguien se tiene que estar lucrando de todo esto”, se cuestionan.
Las viviendas de los haitianos están hechas con palos, cartones y plásticos.
Las viviendas de los haitianos están hechas con cartones y plásticos y mantas, en el mejor de los casos.

“Mejorar un poco”

A pesar de todo, del “ovillo de corrupción, mala gestión,  pobreza y marginación” en el que está metido Haití, ambas son optimistas con respecto al futuro del país. “No me puedo creer que sea tan difícil mejorar un poco la condición de vida de un país que tiene una extensión inferior a la de Galicia, aunque esté más poblado”, sostiene María.
Igualmente, Silvia destaca que algunas ONG como ‘Aytimoun Yo’, “aunque sea con proyectos a pequeña escala, van por el buen camino”. Esta organización, fundada por la cántabra Lucía Lantero, tiene una casa de acogida con 50 niños, a los que además de cubrir las necesidades básicas, educan en una escuela a la que también asisten otros 50 jóvenes y madres de la comunidad de Anse-a Pitres, en la cual llevan a cabo labores de cooperación.
El trabajo de María y Silvia se enmarca dentro de un proyecto global, mediante el cual durante este año dos enfermeras cántabras viajarán cada mes hasta Haití para impartir distintos talleres de educación para la salud. Estas dos cooperantes han sido las primeras en formar sobre el terreno en temas como el aparato reproductor, el embarazo, el ciclo menstrual, las enfermedades de transmisión sexual como el sida o el desarrollo del niño.
Al respecto, aseguran que los haitianos tienen “mucho interés” en estos cursos porque “nadie les explica nada de esto” y porque “tienen mucha mística, magia, para explicar lo que ellos creen que pasa”.
Finalmente, en cuanto a su experiencia como cooperantes en la isla, aseguran que ha sido “muy enriquecedora, aunque bastante dura”. “Las dos habíamos convivido con la pobreza en otras experiencias, pero la situación de hambruna, de enfermedad y de exclusión social que hay en Haití, las dos coincidimos en que no la habíamos visto nunca”, concluye Silvia.
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María y Silvia, durante una campaña de vacunación.

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