El escenario actual en la región muestra indudablemente una fuerte reversión de procesos. Encabezado por la Argentina de Macri que se compromete a ser punta de lanza de la política estadounidense en el Cono Sur, seguido por la guerra permanente y sin tregua contra Venezuela (desde dentro y desde fuera), hasta el Golpe de Estado en Brasil.
Con el reciente Golpe de Estado en Brasil se reaviva la discusión sobre el “fin de ciclo” del progresismo o el neodesarrollismo en América Latina. Desde la derecha, se regodean en el nuevo escenario, afirmando que los resultados electorales en países como Argentina y la luz verde para la destitución de Dilma, darían cuenta de que “tenían razón” y que la única vía es el neoliberalismo puro y duro. Desde algunas izquierdas asentadas en el rechazo a las políticas redistributivas de los gobiernos progresistas (debido a que no alcanzaban la radicalidad requerida), también parece celebrarse el giro a la derecha, pues esto demostraría que ellos también tenían razón: los caminos emprendidos por Chávez, Correa, Morales, Kirchner-Fernández son totalmente equivocados por no lograr un modo de producción alternativo al capitalismo en diez o quince años (menudo desafío). Desde este lugar, se celebra entonces la profecía auto cumplida: iban a fracasar y fracasaron.
Vienen a nuestra memoria dos episodios clave en la historia de América Latina, en los que, como no podía ser de otra manera, tuvo especial protagonismo el gobierno-sector privado estadounidense. El primero es el de la democracia de Arbenz en Guatemala, el segundo, el de la vía al socialismo de Allende. Ambos presidentes fueron derrocados y las reformas implementadas fueron erradicadas de raíz. En aquel momento, se pensó que habían fracasado. La perspectiva histórica no solo permitió esclarecer las limitaciones de ambos procesos, sino que mostró que fue el éxito de las reformas lo que condensó la oposición interna y externa en contra de tales experiencias. No había que permitir que ese éxito se esparciera en América Latina.
El escenario actual en la región muestra indudablemente una fuerte reversión de procesos. Encabezado por la Argentina de Macri que se compromete a ser punta de lanza de la política estadounidense en el Cono Sur, seguido por la guerra permanente y sin tregua contra Venezuela (desde dentro y desde fuera), hasta el Golpe de Estado en Brasil. El objetivo es convencernos de que “ya pasó”, ya se “fracasó”: lo que se hizo se hizo, y lo que no se logró hacer, pues una pena. Ahora habrá que esperar a que pase un ciclo con la derecha en la esfera política formal.
Así, desde la izquierda que descarga su artillería contra el neodesarrollismo debemos conformarnos con luchar desde grupos y espacios estrictamente locales, cada uno desde su trinchera, desde su lugar, con la fe de que en algún momento esas luchas atomizadas logren unificarse en una revolución universal. Al final, la realidad estaría demostrando (para la mencionada izquierda) que todos los gobiernos son iguales, todos son parte del mismo sistema opresor. Habría que pensar en qué medida esta frase encuentra sus raíces en un sentido común neoliberal, en el que “la política y los políticos”, el Estado mismo se descartan como instrumentos para la emancipación.
Lo anterior, de modo directo o indirecto supone desconocer los esfuerzos realizados en las diferentes experiencias latinoamericanas, donde desde gobiernos apoyados por movimientos sociales y amplios sectores de la población, se implementaron políticas orientadas a lograr un cierto grado de justicia social. Gobiernos que reivindicaron el rol redistributivo del Estado y los objetivos de inclusión socio-económica y política. Para las mayorías que lograron acceso a vivienda, trabajo, atención médica y planes de alfabetización e inclusión política en diversas instancias (con todas las limitaciones y obstáculos que hay que señalar), para esa gente no es lo mismo.
Entonces, ¿quién determina el fracaso? Aun considerando las numerosas limitaciones de estos procesos, ¿qué tal si la fuerte y persistente oposición a estos gobiernos descansa implícitamente en el peligro que implica su éxito, que por ejemplo, pondría en evidencia que la gente ya no se conformará con una democracia de mercado como la de los ’90? En lugar de decretar tan rápidamente los fallos y errores, sería bueno estar también atentos a lo que sí se logró y que ya no estamos dispuestos a perder.
Silvina M. Romano
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