Durante el gobierno de Álvaro Uribe Vélez, Colombia vivió un proceso de reconfiguración de su territorio debido al desplazamiento forzado de más de 2 millones de personas (en su mayoría de carácter rural/campesino) que produjo la ocupación y ofensiva militar del Plan Colombia y el paramilitarismo.
Lejos de resolver algo, aunque tampoco ese era el interés inicial, el negocio de la guerra se amplía al igual que sus mecanismos y canales de financiamiento, los que le dan existencia: narcotráfico, comercio de armas, criminalidad económica, etc.
La frontera venezolana recibe los primeros impactos de un fenómeno con rasgos transnacionales y transfronterizos, sustentados por un Estado fallido que entregó su seguridad interna a Estados Unidos y determinado, principalmente, por la importancia que tiene para este último la cocaína que ahí se produce y exporta; una balanza que a su vez inclina a favor el aumento en la demanda de armas. El narcotráfico también tiene su geopolítica.
Ese proceso de conquista sui géneris cuyo resultado fue la depredación progresiva, también sui géneris, de la vida económica y social de la frontera, trajo consigo el afianzamiento de grupos armados que pasaron a controlar rutas de contrabando, venta de armas y narcotráfico. La empresa de la guerra en Colombia marca USA creció sobremanera y buscó en Venezuela instalar su filial, expansión que dio además un nuevo carácter a la clásica delincuencia organizada en Venezuela bajo una economía ilegal trazada a partir del narcotráfico, el contrabando, el sicariato… y a futuro, de la violencia política.
Tratándose de una empresa, entonces, era natural que la necesidad de un aparato de seguridad privado, en este caso el paramilitarismo, haya adquirido formas como brazo ejecutor del neoliberalismo, toda vez que disputa al Estado el control social sobre el territorio. Y eso aplica tanto para Colombia como para Siria.
Esta penetración configuró la importación progresiva de ese ejército privado en suelo local, pero también su forma de moldear una cultura de la violencia específica en Venezuela, plantándose como empresa más allá de lo meramente delictivo. Por el hecho de tener esa cualidad privada, es que grandes intereses políticos pueden echar mano y utilizarlo. Es cuestión de asumir el riesgo de dicha inversión.
El paramilitarismo no es un fenómeno venezolano, las bandas y referentes del crimen organizado no nacieron espontáneamente, sus formas de administración de castigo y control social sobre ciertos territorios tampoco lo aprendieron en Internet; es consecuencia de la geopolítica de la guerra de Estados Unidos a través de Colombia, de la cual también son víctimas los colombianos. Estar al lado del principal productor de cocaína del mundo y del principal mercado de armas de la región se dice fácil, precisamente en ese detalle está la razón de ser de que el paramilitarismo sea utilizado como herramienta política en Venezuela y que como fenómeno tenga las implicaciones que tiene.
No producto de la casualidad jefe político del paramiliarismo colombiano, en una reciente intercambio con periodistas, empatizara con las acciones de Pérez y llamara al Ejército a sublevarse contra el Gobierno.
Daktari, modus operandi y la vía armada
El hecho de la finca Daktari en su momento dio dimensión de hasta dónde se estaba dispuesto a llegar para sacar al chavismo del poder, de hasta dónde se habían corrido los límites. Fue un año donde el país se encontraba movilizado por la agenda del referendo revocatorio impulsada por el antichavismo, quien buscaba consolidar una victoria política luego del golpe/paro/sabotaje de meses anteriores.
Los hechos y sus vinculaciones políticas y empresariales son harto conocidas; más de 100 paramilitares contratados, y vinculados a agentes infiltrados dentro de la fuerzas de seguridad y empresarios, daban la medida de un modus operandi que se ha repetido inercialmente durante los últimos años: a medida que se pierden batallas políticas, recurren al plomo; a medida que se pierden las batallas callejeras (guarimbas), donde también apelan al plomo, recurren a los sicariatos y asesinatos políticos. Y para ello solo falta quien ponga la plata sobre la mesa y quien mueva los resortes (piense en la CIA), y quien desde la tribuna política y mediática sea cómplice en desvirtuar, negar o legitimar lo que de allí resulte.
Dependiendo de ese contexto más general es que adquiere visibilidad en qué momento se apela a células armadas (germen de los ejércitos privados) para intensificar la violencia callejera, o cuando, en circunstancias de reflujo, se emplea con fines selectivos como asesinatos políticos. Después del icónico hecho de la finca Daktari se han evidenciado las múltiples formas de aplicación de este instrumento, resaltando los periodos de guarimba como escuelas o centros de entrenamiento, donde también se intenta posicionar grupos armados (disfrazados de “manifestantes”, por supuesto) para escalar la confrontación.
Las guarimbas de 2017 describieron bastante bien que las molotvs y escudos hechos de latón eran herramientas de márketing que difuminaba -para la prensa mundial- el secuestro y control de urbanizaciones, el uso de francotiradores y de armas de fuego en confrontaciones y la intención probada de llevar a cabo asesinatos contra personas por ser o parecer chavistas.
Existe una intención manifiesta de tantear la vía armada, tanto por actores internos como externos: el reconocimiento internacional del escenario de confrontación de las guarimbas, partera de células como la de Óscar Pérez y Juan Caguaripano, vino por parte de Estados Unidos y la Unión Europea principalmente.
Células armadas y el caso Libia
Luego de cerrado el ciclo de violencia política y armada en Venezuela, se suscitaron tres ataques armados. Uno dirigido contra la sede del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ, mientras niños que estudian en esa institución se encontraban adentro) y el Ministerio de Interior, Justicia y Paz desde un helicóptero donde se lanzaron granadas y ráfagas de disparos de alto calibre; y otros dos contra instancias de las Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB) en el estado Carabobo (Fuerte Paramacay) y el estado Miranda (Comando de la Guardia Nacional Bolivariana, GNB). El fin era obtener armas para preparar un golpe a futuro y ganar capacidades, pero también imponer en la opinión pública una supuesta superioridad en términos tácticos y militares, además de un clima de terror.
Con estos ataques dos células armadas (una de Óscar Pérez y otra del ex militar capturado Juan Caguaripano) pasaron a ser la nueva apuesta.
Una célula no es un fin en sí mismo, sirve como agrupamiento inicial de una estrategia superior dirigida a conformar un ejército paralelo: tras un proceso de infiltración y cooptación de fuerzas regulares para producir deserciones, se intenta darle forma y objetivo político. De esta manera ocurrió durante la “primavera árabe” que azotó Libia, donde los servicios de inteligencia de la OTAN lograron extraer oficiales del estamento militar para nutrir a los “rebeldes”, bajo un marco narrativo global que ubicaba como única ruta con sentido práctico la agenda armada para salir de Gadafi. ¿Les suena?
Pérez y Caguaripano eran evidencia de esa intención (global pero adaptada a cada terreno) de “resolver” los conflictos a plomo y de infiltrar fuerzas de seguridad para conformar el germen de un ejército privado. En Venezuela la visibilidad de esta intención es aún mayor cuando se mide el asedio psicológico al que están sometidas la FANB, los recurrentes llamado de la oposición a “ponerse del lado de la Constitución” (eufemismo para llamar a la insurrección) y las infiltraciones detectadas a tiempo.
En tal sentido el desmantelamiento de estas dos células altamente peligrosas no sólo iba dirigido a revertir cualquier acto de sabotaje o terrorismo a futuro, según el constituyentista Diosdado Cabello se preparaban para hacer estallar un carro-bomba en la embajada de Cuba, sino también neutralizar posibles operaciones dentro de las fuerzas de seguridad. Este último punto es clave en cuanto a la anticipación con respecto a los servicios de inteligencia extranjeros que pudieran estar operando para reeditar a un Pérez o a un Caguaripano que, nuevamente, intenten dirigir al país por los derroteros de la guerra.
Medios, políticos estadounidenses y legitimación del paramilitarismo con otro nombre
Un componente fundamental que posibilita la legitimación y empatía con grupos armados son los medios de propaganda privados. Bajo la imposición de un alias globalizado (los “rebeldes”), se ha justificado desde las grandes empresas de la comunicación el caos y la mercenarización de conflictos, como en Medio Oriente luego de la “primavera árabe”. Y “rebeldes” son, justamente, todas las células terroristas o grupos armados que “emerjan” en territorios con gobiernos que no están alineados a Estados Unidos.
Venezuela no escapa de este tratamiento, ya durante las últimas guarimbas habían adelantado un cuadro narrativo para representar como “enfrentamientos entre manifestantes pacíficos contra militares armados” lo que realmente eran episodios de ultraviolencia, cortes de vías, disparos de francotiradores y saqueos contra comercios.
Sin embargo el alias “rebelde”, una nomenclatura que signa un factor militar, se vio con claridad luego de que Óscar Pérez y su grupo cayeran abatidos en el enfrentamiento; medios internacionales y locales cartelizaron el tono y lo glorificaron como “el piloto que se rebeló contra Maduro”, apelando a las brechas de desinformación que dejó el operativo, y sobre todo, a las voces más extremas del espectro político (María Corina Machado, Diego Arria, Antonio Ledezma, etc.) que dieron un respaldo frontal a Pérez.
Si bien ese alias ya denota en sí la intención de correr los límites del relato en pro de legitimar células armadas, ubicando a Pérez en la misma coordenada simbólica de organizaciones terroristas en Medio Oriente, otro dato prefigura los apoyos externos con los que cuenta la opción bélica: Marco Rubio, Otto Reich, Roger Noriega e Ileana Ros defendieron a Óscar Pérez y respaldaron sus acciones.
No se trata de simples congresistas o voceros políticos de Estados Unidos, sino de un sector que luego del ascenso de la Administración Trump ha alcanzado importantes niveles de influencia para configurar el marco de las relaciones exteriores EEUU hacia Venezuela. Resaltan los casos de Otto Reich y Roger Noriega, ambos operadores de la guerra sucia en Centroamérica y vinculados estrechamente a los servicios de inteligencia estadounidenses, a los que Marco Rubio, en su posición de senador, les da un empujón para que su limitada voz se escuche. Caso que también aplica para Luis Almagro, que aprovechando la ola desde su cuenta Twitter compartió el apoyo dado por ONGs financiadas por el Departamento de Estado, como Human Rights Watch.
En este punto es necesario recalcar lo obvio: el próximo atentado que planeaba la célula de Pérez, o la de Caguaripano antes de su desmantelamiento, estaría legitimado por estos actores políticos del Congreso estadounidense, los cuales han demostrado influencia en delimitar la política exterior hacia Venezuela. Marco Rubio e Ileana Ros incluso tienen acceso a cajas negras presupuestarias con las cuales podrían, incluso, otorgar financiamiento para no detener el entusiasmo, un dato ya de por sí bastante peligroso.
Esa prueba es más que suficiente para poner en contexto el operativo contra la célula de Pérez, pero sobre todo, como el paramilitarismo está sobre la mesa de quienes han adquirido una influencia relativa en la Casa Blanca para moldear el qué hacer con Venezuela.
Durante estos días se ha intentado mostrar a Óscar Pérez como un caso aislado, cuando en realidad representa una continuidad (aún no lograda) en el marco de la agenda paramilitar contra Venezuela.
(Tomado de Misión Verdad)
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