Era la viva imagen del asesino, tenía el mismo nombre de pila y estaba cerca de la escena del crimen a la hora fatídica, pero era inocente: Carlos DeLuna pagó el mayor precio y fue ejecutado en forma equivocada en Texas en 1989, según una pesquisa divulgada el martes. (Fuente: AFP)
¿Y cuántos más habrán sucumbido así sin comerla ni beberla? Esa siempre será una razonable y a la vez punzante duda que permanecerá, cuando se ha visto a tantos inocentes rescatados de la galería de la muerte, tras largas condenas injustas, y gracias a la perseverancia de familiares, tenaces abogados y sensibles organizaciones de ayudas. En tiempos recientes beneficiados en su inocencia por los adelantos en la identificación por ADN.
Pero las ejecuciones indebidas no hay que atribuirlas solo a la ausencia de ese recurso científico, porque en la mayoría de los casos se debieron a investigaciones policiales negligentes, apresuradas, prejuiciadas, tendenciosas con tal de presentar un culpable cualquiera aunque no lo fuera y pregonar una eficiencia inexistente, y así satisfacer oscuros intereses. Lo que ocurrió con De Luna, y ahora se dice, es que fue víctima de “una investigación muy incompleta”.
Fijémonos en su nombre y apellido. Familiares, ¿no?, para los hispanohablantes, los latinoamericanos. Son por reglas los de ese origen, junto con los afroamericanos los que aguardan en antesalas de cámara de gas y sillas eléctricas, reclamando nuevas pesquisas, ante tribunales sordos. Para ellos procesos y desenlaces suelen ser rápidos, expeditos, como si ya estuvieran marcados de ante mano.
Podría hacerse también una pregunta a la inversa: ¿cuántos potentados y hasta policías hurtan la justicia, con abrigada impunidad?
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