EMILIO MARÍNO – Recién el viernes 19 hubo resultados oficiales del referéndum escocés, que tenía un pronóstico de victoria del NO por 4 puntos. En la práctica ese resultado fue más amplio, de 55.3 puntos contra 44.7, en un comicio muy participativo ya que votó el 90 por ciento del padrón.
Tan alto nivel de participación evidenció que el motivo de la consulta interesaba vivamente a todos los escoceses. A los que ansiaban un curso independentista al cabo de 307 años de pertenencia que muchos juzgan como dependencia del Reino Unido. Y a los que por razones ideológicas opuestas, buscaban conservar determinadas ventajas de esa subordinación a Londres.
La campaña vivió momentos diferentes. Hace un mes los sondeos registraban un notable avance del SÍ. Quizás obedeció a que los soberanistas escoceses mostraban su euforia por la vecindad de una votación que muchas veces les habrá parecido apenas un sueño. Al ver ya los preparativos de la elección, previa ley impulsada por el gobierno local de Alex Salmond, del Partido Nacionalista Escocés (SNP), y autorizada por la administración conservadora-liberal de Cameron, los partidarios del SÍ aumentaron sus filas y creció su interés. En ese momento la “fotografía” de las encuestas mostraba que iban primeros.
Sin embargo la fuerza del NO no era desdeñable. Primero porque más de 300 años de pertenencia a una estructura estatal deja huellas políticas, costumbres, miedos y hábitos. Impone subordinaciones a Londres, que a su vez retribuye esa aceptación con algunas ventajas, reintegros, pensiones, etc., para algunos sectores de la región dependiente con capital en Edimburgo.
Quiere decir que dialécticamente, aquel avance primario del SÍ en los sondeos, despertó el miedo de las zonas y capas sociales más afines al gobierno británico –inglés podría decirse-, que temieron el salto al vacío y la pérdida de aquellos modestos beneficios.
Miedos de clase
Así fue que el bloque que votaría NO empezó a remontar en las encuestas, al punto que en los últimos días las encuestas lo daban como ganador por 4 puntos.
Que la diferencia fuera finalmente de más del doble de esa medición tiene que ver con la estrategia del miedo que montaron los tres partidos que militaban por el SÍ. Tanto David Cameron (Partido Conservador) como su viceprimer ministro Nick Clegg (Liberal Conservador), ambos del oficialismo británico, como el Partido Laborista, de Ed Miliband, en la oposición, montaron un operativo en pinzas que tuvo un buen resultado práctico.
Por una parte apretaron al electorado de Escocia alarmándolo con las consecuencias catastróficas que podría tener sobre la región y el país un triunfo “separatista”. La noticia de que los bancos ya atesoraban dinero en efectivo porque suponían que en caso de victoria soberanista muchos escoceses iban a retirar su plata de cajeros y bancos, sirvió para intimidar a una parte de los posibles votantes del SÍ.
“Si votan por el SÍ no será una simple separación sino un divorcio total”, sentenció el primer ministro británico, aludiendo a algo irreparable y triste.
Por otra parte el régimen inglés jugó su carta laborista, enviando a la zona al político más popular y ex primer ministro, George Brown, que gobernó el Reino Unido luego de los turnos de Tony Blair, de quien también fue ministro.
Esta fue la cara amable y componedora, que se puso al hombro la campaña por el NO en Escocia, un rol que no podían desempeñar Cameron ni Clegg, cuyos partidos son minoritarios en la zona que es la capital del whisky.
Y Brown fue vocero de una promesa electoralista, que luego además firmaron Cameron, Clegg y Miliband. Según esa carta de intención, que ayer iba a ser presentada ante la Cámara de los Comunes, en Londres, se concederá un mayor sistema de autonomía a Escocia, sobre todo en asuntos impositivos y de programas sociales.
Obviamente esas concesiones no alcanzarán a la soberanía, ni a tener su moneda, ni su ejército ni a manejar sus asuntos exteriores. Además la reina Isabel II seguirá en su palacio como hace 63 años, intocable.
Disputas entre vencedores
Esas concesiones autonómicas a la región que querían conservar íntegra, limitando sus aires soberanistas, han sido motivo de agrias disputas en el campo de los vencedores.
Es que –marcando un límite a esas concesiones- Cameron dijo que los escoceses ya habían hablado y puesto punto final al intento de separación, y que ahora era tiempo de escuchar a los ingleses. En ese marco desempolvó la idea de que sobre asuntos ingleses sólo opinen los ingleses, lo que tendría dos maneras de ejecutarse. O se forma en Inglaterra un parlamento regional que hoy no tiene, a diferencia de Escocia, Gales e Irlanda del Norte; o bien, que sería más inmediato, que en las leyes que se refieran a Inglaterra, sólo voten los miembros de la Cámara de los Comunes que hubieran sido electos por esa parte del país.
En medio de una situación económica que sigue siendo de crisis con magros resultados en producción, empleo y exportaciones, la colcha británica no alcanza a cubrir a todos. Si le ofrecen más cobertura a Escocia, las otras zonas creen que quedarán expuestas y reclaman lo suyo.
Y Cameron no puede desatender el frente escocés, donde logró un triunfo dificultoso que no fue plenamente suyo, por el rol de colectora que jugó el laborismo y su ex líder Brown. Si no cumplen con las promesas autonómicas es posible que pronto tengan allí un frente de reclamos que excederá el 44.7 por ciento de los votos que en esta ocasión logró el SÍ.
Ese sector soberanista fue derrotado electoralmente, y eso llevó al anuncio del primer ministro o ministro principal, Alex Salmond, de que presentará su renuncia en noviembre próximo. De todos modos el movimiento independentista no está derrotado para siempre. Cuando Salmond de un paso al costado en el SNP será reemplazado por la número 2 y ubicada más a su izquierda, Nicola Sturgeon. Es posible que ese nuevo liderazgo retome con más fuerza la demanda autonómica y en caso de chocar con negativas maniobras londinenses podría retomar la ruta más directa hacia la independencia.
Cameron deberá analizar muy bien qué hace con sus promesas hacia Edimburgo y otro tanto con los propios ingleses, galeses e irlandeses. Dentro de ocho meses hay elecciones legislativas generales y su coalición con los liberal-conservadores corre serios riesgos de ser desalojada del 10 de Downing Street por los laboristas. Estos están vistiéndose y maquillándose como si fueran una fuerza opositora. En la reciente batalla de Escocia disimularon muy bien esa supuesta condición opositora. Fueron la carta principal del gobierno británico, de poca inserción allí.
Dos referéndum, dos
Ya pasaron algunos días de la votación en Escocia y se han conocido algunos datos socioeconómicos. Una encuesta de The Guardian informó que “el 57 por ciento de los jóvenes de 25 y 34 años se inclinaba por la independencia, el 61 por ciento de los mayores de 65 años estaba con el NO”, recordó Eduardo Febbro desde París (Página/12, 20/9). En esa misma edición, Marcelo Justo, desde Londres, graficó: “las zonas más prósperas eligieron el NO. Las más pobres se inclinaron por el SÍ. En la sofisticada capital Edimburgo, con fuerte presencia del sector financiero y seguros, el 60 por ciento votó a favor de permanecer en el Reino Unido. En la más proletaria Glasgow el SÍ obtuvo el 53 por ciento”.
El sentido político y clasista de la votación fue confirmado en el despacho del enviado de “La Nación”, Martín Rodríguez Yebra, que el 19/9 comentó la sensación de alivio de la bolsa londinense: “la misma percepción de que se evitaría el abismo emergía de los mercados financieros en Londres al cierre de las operaciones”.
¿Cómo juzgar este referendo en Escocia, que algunos analistas han comparado con el que hace un tiempo realizaron los kelpers en Malvinas?
El cronista cree que hay que analizar caso por caso y no emitir respuestas genéricas.
La aspiración a la soberanía de una región postergada como Escocia, de un interesante potencial energético (genera la mayor parte de la producción de gas offshore del Reino Unido), con sus características culturales e históricas, parece una buena causa para un plebiscito. Y se lamenta el resultado, porque el SÍ habría significado un debilitamiento del imperio británico, el mayor socio político y militar del imperialismo norteamericano.
Los argentinos no debían ser neutrales porque en una pugna entre la región y un imperio que la oprime, lo más justo era el voto por salir de esa postergación de derechos. Sufriendo la Argentina una usurpación de los ingleses en Malvinas, había una cuota extra para desear la victoria de los escoceses.
En cambio el referéndum de los kelpers, una población implantada por Londres en las islas –nada que ver con los escoceses- buscó refrendar su ocupación de un archipiélago ocupado militarmente en 1833. Esa votación quería legalizar la usurpación del imperio inglés, la base de la OTAN y el robo de recursos pesqueros y petroleros. Debía ser impugnada, tal como lo hizo el gobierno argentino.
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