Quizás en el futuro se recuerde el “Sábado de los aeropuertos”. Será buena señal porque significará que sigue existiendo algo tan imporante para nosotros como la memoria y, por tanto, que habremos sido capaces de sobrevivir a Trump.
Por Domingo Sanz
Son las 7 horas y 56 minutos del domingo 29 de enero y Donald Trump aún no ha fallecido. A pesar de ello, Internet sigue funcionando y los periodistas que han pasado la noche en vela nos anuncian que la juez Ann Donnely, del distrito sur de Nueva York, ha parado la locura. O que al menos lo está intentando. ¡¡Viva la justicia valiente!! También tenemos en España una gran deuda con los jueces que, por fin, han decidido enfrentarse a los delincuentes importantes.
Hace 24 horas comenzaba un sábado que quizás en el futuro se recordará como el de los aeropuertos mientras yo intentaba escribir un artículo titulado “Tercera república o monarquía sin Catalunya” que, por supuesto, tendrá que esperar. Comenzaba aconsejando a los independentistas catalanes que cambiaran de estrategia si querían conseguir sus objetivos, pues la reacción espontánea en el mundo amenazado por el nuevo loco poderoso va a ser la misma que todas las sociedades han demostrado a lo largo de la historia ante las invasiones: se unirán tirios y troyanos contra el enemigo. Recordemos nuestra Guerra de la Independencia, hace más de dos siglos, aunque después nos condenáramos voluntariamente a un Fernando VII y a todo lo que siguió, hasta la fecha. Por tanto, Puigdemont y los suyos tienen más que perdido el anunciado referéndum de septiembre, salvo sorpresa que solo puede ser de orden mundial. Para estas ocasiones es aconsejable leer al enemigo. Me permito proponer Araceli Mangas en la entrevista que Emilia Landaluce publicó en “El Mundo” de papel el día 26 de noviembre pasado. La catedrática de la Complutense declara que el Derecho Internacional demuestra que se puede llegar al Estado catalán independiente por “la vía de los hechos”, de la “…efectividad. Desplegando el poder con exclusividad. No hay estados legítimos e ilegítimos”, dice, muy a su pesar.
Pero mejor regresemos al peligro de verdad.
Hace menos de cinco horas, psicológicamente agotado por el susto de lo que pudiera ocurrir en cualquier momento y en cualquier lugar de nuestros Estados Unidos siempre tan de película, decidí olvidar para poder cerrar los ojos, sin ni siquiera pensar en qué debería hacer entre las sábanas para después despertarme tranquilo.
Aunque no lo recuerde con claridad, sé que he soñado con el presidente Trump bebiendo sangre caliente, retirándose la copa dorada de los labios y limpiándose la boca despacio con la manga de su propia chaqueta mientras los miembros de su familia, detrás y al fondo a su derecha del despacho oval, contemplaban con sonrisas ciegas el nuevo crimen que acababa de firmar con los colmillos.
Las sensaciones se amontonan en la cabeza y agarrotan el teclado. Dentro de unos minutos y desde el otro extremo de un mundo cada vez más pequeño, dos caballeros jóvenes y bellos que han sabido regresar con educación y respeto a las mieles del éxito están dispuestos a ofrecernos un espectáculo maravilloso. Es probable que hayan soñado la misma pesadilla que yo, para desgracia de los miles de millones que les estamos esperando al pie de las pantallas. Pero en ese caso espero que les hayan informado, como a mí, que Ann Donnely también quiere ver con la conciencia tranquila, como yo, la final del Open de Australia y que para reducir el número de errores no forzados de sus héroes, y los míos, ha decidido meter entre rejas, aunque solo sea por unas horas, las malas artes de un maldito de quien solo nos podremos librar definitivamente si también sigue funcionando la biología.
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